Los encargados de las fincas de plataneras. Su solidaridad

VIVENCIAS DE NUESTRA GENTE NÚMERO 15

por José Juan Jorge Vega

Llevo algún tiempo pensando en escribir, dentro de la colección de mis vivencias, sobre aquellos hombres que fueron unos grandes profesionales de la agricultura de las plataneras, ya que sin apenas tener mas que los estudios básicos y algunos ni siquiera eso, eran capaces de controlar y gestionar grandes fincas de plataneras con mucho personal a su cargo.

Yo viví muchos años dentro de una de esas fincas en la que mi padre, José Jorge Suárez, era el Encargado. La finca estaba situada en el Lomo de Guillén, del término municipal de Guía y era conocida por la finca de Las Cuartas y tenía una superficie de unas ocho fanegadas, (algo más de cuatro hectáreas). Por eso creo reunir los conocimientos suficientes como para atreverme a escribir sobre ello.

Eran hombres íntegros que desarrollaban tal autoridad y personalidad, que incluso el personal a su cargo durante tantos años no se atrevían a tutearlos. Eran una raza única, pues les aseguro que nada más verles se distinguían así mismos. Y además eran solidarios con los más necesitados.

También me he animado a escribir sobre este tema porque pienso que es bueno que la juventud actual sepa de las necesidades que tuvieron que pasar sus padres o sus abuelos. Sobre todo la juventud de nuestros barrios, Becerril, La Atalaya, San Juan, etc., pues era donde más familias necesitadas habían y por tanto quienes más ayudas recibían.

La época a la que voy a referirme son los años 50 y 60 del pasado siglo veinte, años muy difíciles de la posguerra civil española, entre otras cosas que no vienen a cuento en esta vivencia, por la escasez de alimentos y por la falta de dinero para comprar en el mercado negro, (se le llamaba comprar al estraperlo), pues no todas las necesidades se podían cubrir con la cartilla de racionamiento, que aunque había que pagarlo eran muchísimo más barato.

Por eso eran tan importantes las ayudas que los encargados de las numerosas fincas de platanera que había entonces en las zonas de nuestro noroeste, podían aportar a las familias más pobres de esos barrios. Pues de ellos dependían en gran parte que sus familias pudieran vivir algo mejor.

Hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de esa pobre gente tenían al menos un par de cabras en sus casas, pues no se podía prescindir de la leche y el gofio en la alimentación diaria tanto de los mayores como de los niños, pues era su principal y a veces único alimento. El motivo de tener al menos dos cabras es muy simple pues de esa manera se alternaban para no dejar preñadas a las dos al mismo tiempo, pues después de estar preñadas se secan y dejan de dar leche y como queda dicho ese alimento no podía faltar en la casa. En las familias numerosas habían hasta tres y cuatro cabras. Y claro esas cabras tenían que estar bien alimentadas para que dieran leche y ahí es donde entra una gran parte de la caridad de esos hombres.

Yo recuerdo que en muchísimas ocasiones, sobre todo los domingos y días de fiesta, venían a pedirle a mi padre un «puño» para las cabras y que el siempre les decía: «coja la j’ose, (hoz) del pajar y en tal sitio esta el corte y coja un buen puña’o». También recuerdo que en alguna ocasión venía algún niño diciéndole que su padre, fulano de tal, estaba enfermo en cama y que sí le podía dar un «puño» de hierba p’a las cabras y en esos casos era mi padre quien iba y le cortaba la hierba Guinea o la rama de batata o la alfalfa o lo que hubiera en ese momento, o bien se la daba del pajar si había cortada y se la entregaba al niño con sus mejores deseos de que su padre se mejorara.

Pero esas caridades no se quedaban solo en el «puño p’a las cabras», sino que se extendían en muchísimas ocasiones en ayudar a algún padre o madre de familia, en estos casos casi siempre era la mujer la que llegaba pidiendo algo de comer para mitigar el hambre de los suyos. De mi casa nadie se iba con las manos vacías, pues tanto mi padre como mi madre siempre les ayudaban con algo: unos plátanos, (siempre había algún racimo que no estaba apto para el mercado y que se destinaba para el consumo de los «amos» y nosotros); alguna fruta de temporada, sobre todo naranjas y limones que era lo más que abundaba en la huerta; un cartucho de gofio; alguna verdura u hortaliza, algunas papas, etc. Todos se iban contentos y agradecidos.

También recuerdo que a los Guardias Civiles que iban mucho por la finca para que mi padre les firmara el libro de ruta, se les regalaban siempre algunas frutas o verduras, pues en aquella época estaban muy mal pagados, hasta el punto que había un dicho que decía que «pasaba más hambre que un Guardia Civil». También es cierto que era bueno que la gente vieran entrar y salir a los guardias civiles de la finca por razones de seguridad.

En esa época no había ningún control de natalidad y como consecuencia de ello las familias se llenaban de hijos por lo que desde muy chiquititos empezaban a trabajar aunque fuera recogiendo «pajullos» para hacer estiércol que luego vendían a los encargados de las citadas fincas. De ahí que fuera tan alto el analfabetismo.

Por eso algunos padres llegaban incluso a tener que robar algún racimo de plátanos verdes que sancochaban y comían. El problema es que en todas las fincas habían guardianes que iban armados de una escopeta y llevaban un cinturón ancho cruzándoles el pecho con una chapa color dorado que le identificaba y autorizaba a su labor de vigilar y detener a las personas que cogieran robando. Se llamaban «Guardas Jurados». En «nuestra finca» el guarda se llamaba Salvador y a mi me gustaba escucharle las historias que contaba sobre como había descubierto este o aquel robo. Se las daba de policía. Era tan buena persona que se decía que su mujer, que era muy bruta, le llegaba a pegar y un día le dice a mi padre: «Y usted ve Josenito, yo creo que el día que se muera me va a quedar hasta magüa».

Recuerdo que de pequeño me contó mi padre una historia en que un guardián descubrió que un hombre, (no recuerdo su nombre, pero vivía en Becerril en una casa cueva de la montaña), estaba robando en una finca un racimo de plátanos verdes para dar de comer a sus hijos y cuando el guarda le dio el alto apuntándole con su escopeta, él le pidió por favor que lo dejara ir que era solo un pequeño racimo para comer su familia que estaban pasando hambre, pero el guardián era implacable y el hecho de apresar a alguien robando le daba prestigio para conseguir más fincas que le contrataran, pues ellos cobraban una cantidad de pesetas por fanegada de plataneras a vigilar; entonces, al parecer, se entablo una pelea a cuchillo, (es raro que no utilizara su escopeta, aunque quizás no la llevaba ni siquiera cargada pues posiblemente la llevaban para intimidar), y en la pelea murió el guardián y el hombre del robo del racimo quedo muy mal herido, pero que una vez curado paso muchos años en la cárcel. Cuando quedó en libertad le conocí porque trabajaba en una finca que limitaba con la nuestra. Era un hombre fuerte y muy serio y decían que un buen trabajador y una buena persona. Seguía viviendo en la misma casa cueva en Becerril. Yo le tenía mucha admiración y respeto.

Las funciones del Encargado de una finca de plataneras eran muy amplias pero sobre todo lo que querían los propietarios, o «los amos» como se les llamaban, era que la finca no sólo se autofinanciara sino que dejara beneficios. Pero hay muchos matices que ir desglosando para conocer en profundidad toda la labor que realizaban.

Las condiciones económicas de los encargados eran todas por el mismo estilo, que aparte de un buen sueldo, podían comer de todo lo que diera la finca, por lo que podían ahorrar gran parte del salario.

En el caso de mi padre, además, la finca tenía un estanque bastante grande y tenía autorización para hacer operaciones de agua, pues eso conllevaba algún ingreso más por dejarle a los encargados de las fincas de la zona echar agua por algunos días en el estanque mientras que, naturalmente hubiera hueco. El control lo llevaba rigurosamente anotando en una libreta el movimiento de agua de cada uno, utilizando para ello una enorme vara de medir. Había entonces, ignoro si aún sigue rigiendo, una ley no escrita pero que todos conocían y respetaban y por tanto aceptaban, que consistía en que sí llovía y el estanque rebosaba con el agua que le entraba a causa de la lluvia, todos aquellos que tenían agua en dicho estanque la perdían.

Quiero aclarar que aunque me estoy refiriendo a las labores y problemas de la finca en donde vivíamos, estos son similares a todas las demás, pues el sistema de explotación es igual para todas.

A mí padre lo ascendieron a encargado en el año 1.955 y cuando la finca se fue recuperando de la ruina en que estaba y ya tenía adiestrado al personal en las diferentes labores que él les asignaba todos los días por la mañana, se reservó para el, entre otras labores que ya iremos viendo, el corte de los racimos que se destinaban al mercado extranjero en su gran mayoría, pues el promedio de la fruta casi se duplicó estando próximo a los cuarenta kilos. El corte del racimo se hacía a tenor de la marca de letras que hacia en el tallo de cada racimo el «marcador» del almacén-exportador que compraba la fruta. Lógicamente el marcador comunicaba por escrito al almacén la fruta que había por letra en cada finca. Como generalmente habían varias marcas se delimitaba diciendo la letra que había que cortar. Como comprenderán  esta información era muy importante para el almacén, pues siempre sabían los racimos que tenían en cada finca para cubrir sus demandas tanto de extranjero como de la península; así como para el consumo local.

Cuando yo estaba de vacaciones mi padre me mandaba a tomar nota de los kilos de los racimos que se llevaba el camión con su cuadrilla de cuatro hombres del almacén exportador mas el chofer. El sistema era: pesar y cantar el peso y tomábamos nota dos personas una por la finca y otra por el almacén en unas hojas con su anagrama que ellos traían y que se hacían por duplicado poniendo un papel de calcar en medio y que al final firmábamos los dos; luego otro hombre envolvía el racimo en una manta y se lo echaba al hombro ayudado por el pesador y lo ponía encima del camión donde otro lo apilaba debidamente. Cuando se terminaba cada apuntador sumaba el total de kilos y si coincidíamos bien y si no punteábamos uno por uno hasta dar con la diferencia. Recuerdo que en una ocasión teníamos un descuadre de unos ocho o diez kilos en contra de la finca; ellos querían que yo rectificara mi lista pero me mantuve en mi posición y les dije que o arreglaban el peso como yo lo tenía o pesábamos otra vez la fruta, que yo no tenía prisa. Al final accedieron a mi petición pues no era una tontería tener que pesar de nuevo más de cien racimos y aún tenían que seguir recogiendo en otras fincas. Yo estaba muy orgulloso de mi postura y cuando se lo conté a mi padre me felicito. Yo tendría entonces entre quince y dieciséis años.

A veces, cuando había mucha demanda, el almacén  quería apurar tanto el corte que en alguna ocasión mi padre se negaba porque la fruta todavía tenía que llenar más y por tanto coger más kilos. Cada uno miraba por sus intereses.

Otra labor que mi padre se reservó fue lo que se llamaba «deshijar» que consistía en elegir el hijo que iba a suceder a la madre y sacrificar a los otros, pues había que dejar uno solo para que creciera más fuerte. Cuando se cortaba el racimo se cortaba también a su madre quedando el hijo en primera línea. Aquí había que tener en cuenta varios factores: primero, ver si el hijo elegido estaba en buenas condiciones, si se le veía sano; segundo, la dirección que le interesaba que tomara en la poza para que cuando creciera no se juntarán mucho las matas entre si y tercero, y no menos importante, calcular la época en que interesaba que pariera, pues siempre que se podía se evitaba que parieran en mayo o en junio pues los plátanos son mas pequeños y por tanto el peso del racimo también disminuía. Se les llamaba «plátanos mayeros». Era todo un maestro. También le gustaba controlar personalmente el riego, pues había que ahorrar el máximo de agua posible, pues era muy cara. Y como la finca nunca se regaba toda al mismo tiempo, tenía que llevar anotado las regadas por sectores. Pues dependiendo de la  estación del año había que determinar cuándo tocaba regar cada sector.

Mi madre, al igual que hacían todas las esposas de los encargados, todos los sábados preparaba tres apartados, que luego metía en cajas, con toda la variedad de lo que la finca daba para cada una de las familias propietarias: verduras y hortalizas; café cuando había; gofio del millo que mi madre tostaba y luego se llevaba al molino; papas cuando las había; huevos; plátanos y frutas de temporada y un buen ramo de flores. Según le decía doña Pino y doña Mary, esto que ella hacia no tenía nada que ver con lo que les preparaban las esposas de ninguno de los anteriores encargados, pues lo único que se llevaban todas las semanas eran un par de manillas de plátanos.

Para rentabilizar más a los tres peones que quedaban trabajando y no tener que poner más personal mi padre propuso a los «amos» trabajar por el sistema de «ajustes» que consistía en asignarles un trabajo específico diario, con lo cual los peones trabajaban más deprisa y se iban a su casa en cuanto acabarán el trabajo asignado. De esa manera se beneficiaban todos. Ellos porque terminaban antes su jornada laboral y la finca porque de esa manera rendían mucho más que si trabajaban a paso de jornal.

Varios años antes mi padre logro quitar las vacas porque con el poco personal que tenía era imposible atenderlas, pues la venta de la leche no compensaba el costo de un pastor, por lo que sólo habían cinco o seis becerros que mi padre compraba muy pequeños en algunas ferias de ganado y que luego vendían cuando ya eran toros. Era más fácil atenderlos  y producían el mismo estiércol para la finca. También era un buen negocio porque se compraban, como dije, cuando eran muy pequeños por lo que costaban muy poco y se vendían ya adultos pesando en torno a los setecientos kilos. Recuerdo como calculaban los kilos de un animal. Cuando llegaba el marchante se ponía a apretarle las carnes por un sitio y por otro, mi padre, en buena lógica, ya tenía calculado su peso. El marchante decía un peso y si era similar al que mi padre tenía calculado o estaba por encima trataban al momento y si había mucha diferencia a la baja acordaban y aceptaban que se respetaría el peso del matadero. El marchante comunicaba el día que iban a matar al animal e iban a comprobar la pesada y a cobrar. Muy pocas veces se equivocaba. Era increíble el calculo que hacia. Es de reconocer y agradecer que los «amos» siempre que vendían un toro le daban una buena gratificación, pues también sabían que mi padre para no poner más personal se estaba encargando de los animales, sobre todo los domingos y días de fiesta y ellos eran conscientes de que esa labor no le correspondía.

Por aquella época, y ante la insistencia de uno de los herederos se instaló el riego por goteo, con lo cual se ahorraban un buen dinero en agua, pero las plataneras se resintieron al no llegarles toda la que necesitaban. Mi padre lo había advertido pero ellos decidieron que la merma en el promedio de kilos compensaba con el ahorro de dinero en el agua. Por lo que la rentabilidad mejoro, incluso.

Cuando sólo quedaban cinco o seis becerros en la gañanía más un par de cabras para la leche de nuestro consumo, y puesto que los domingos no venía ningún peón a echarles de comer sino que lo hacía mi padre, yo muchas veces me ofrecía y le decía que se fueran ellos, que disfrutaran del Domingo que yo les echaba la comida de la tarde, pues la de la mañana la había hecho ya él. Además recuerdo que yo disfrutaba con ese contacto directo con los animales.

Volviendo al tema de las vacas, recuerdo que en una época se vendía la leche en la casa, pues al parecer era más rentable que vendérsela a La Central lechera, como se hacía anteriormente, y muchas veces  le decía a mi madre que yo la despachaba, sobre todo por el placer de ver y conversar con las chicas que eran las criadas de las señoras del pueblo que venían con sus lecheras a comprarla. Recuerdo que venía también una señora mayor a comprar un litro de leche todos los días y cuando yo se la ponía utilizando la medida que teníamos, que era un vaso de hojalata que hacia un cuarto de litro, la señora muy educada me decía: «mi niño sopla la espuma para que no mienta la medida». La pobre era tan educada que no quería ofenderme diciéndome que no le robará leche con la espuma. La verdad es que se vendía toda la leche que tuviéramos por lo que estábamos extrañados pues en otras fincas vecinas también se vendía y nos venían clientes rebotados de alguno de esos sitios. Un día me dice una de las chicas que venía todos los días que por lo visto, según le había dicho su señora, en alguna otra finca «bendecían la leche» que significaba que le echaban agua con el fin de incrementarla. Nosotros jamás hicimos eso.

Era muy común entre los encargados que se sintieran muy orgullosos de «sus fincas», hasta el punto que cuando se juntaban echándose alguna copa de ron presumían de ello; que si la mía estaba promediando a tantos kilos; que si tenían la mejor yunta de toros de la zona; que si sus vacas daban tantos litros de leche al día; que si habían hecho unos injertos de fruta que eran una maravilla; etc. Y ahí recuerdo que un tal Antonio, hombre de carácter seco, que era el encargado de una pequeña finca de don Mauricio, que limitaba por un extremo con la de «mi padre», contaba que había injertado un ciruelo que tenía tanto zumo que, decía literalmente: «si usted no arrejunde a comérselo se le forma un charquero en el suelo». Ademas también era exagerado.

Mi padre se jubiló cuando tenía sesenta y ocho años y algunos más tarde la finca se vendió por parcelas. Habían quedado dos peones que fueron indemnizados y como estaban cerca de la edad de jubilación, salieron beneficiados.

Hoy en día no queda nada de lo que fue una hermosa finca de plataneras. En su lugar hay varias naves industriales, institutos, colegios, viviendas y oficinas.

Y esto es a grandes rasgos este pequeño reconocimiento a todos aquellos profesionales de la agricultura platanar que sin tener ninguna preparación académica, algunos, como dije, eran totalmente analfabetos, eran capaces de hacer prosperar grandes fincas de plataneras, con su personal y sus animales, llevando en su cabeza lo que tocaba hacer cada día.

Recuerdo que mi padre, por la tardecita después de bañarse y vestirse de limpio, anotaba diariamente en un dietario que todos los años le traían «los amos» todo lo que se había realizado en el día. Y así día tras día y año tras año. Pues el quería dejar constancia de todo lo que se hacía diariamente en la finca y además de todo lo que hablaba con los «amos» concerniente a la  misma.

Hoy en día esa labor la hacen Ingenieros Agrónomos y Capataces con titulación técnica y con otros medios que antes no se tenían, como por ejemplo la informática cuya capacidad para obtener información y calcular resultados y estadísticas es ilimitada.

Es cierto que me he extendido en el desempeño de la labor solo de mi padre y de mi familia, que es la que naturalmente más de cerca vivi y conocí, pero, como ya dije, se puede aplicar a cualquier otro encargado y familia, pues las responsabilidades y las labores son similares en todas las fincas.

Ignoro si estas páginas serán leídas por alguien alguna vez, pero si la intención con que se hacen las cosas es lo que realmente cuenta, las dedico de todo corazón a todos aquellos encargados de fincas de plataneras que tan solidarios fueron con los más necesitados.

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies