Mariana, la gitana bonita

Un cuento infantil de Javier Estévez
A Melquiades, que regresó de la muerte por la insoportable soledad.

Hace muchos, muchos años, el jefe de la fábrica de papagüevos de una ciudad lejana, recibió una carta muy especial. Una carta muy diferente de todas las que había recibido con anterioridad. Es cierto que hacía mucho tiempo que a la fábrica no escribía nadie, pero menos aún lo habían hecho alguna vez de esa forma tan misteriosa. En el sobre estaba escrito el nombre y la dirección de la fábrica pero, enigmáticamente, no figuraba quién la había enviado. Con gran curiosidad, el jefe abrió el sobre y extrajo de su interior varios folios delicadamente doblados. Mientras los desplegaba, de entre los folios cayó un pequeño sobre en la mesa. El jefe, dispuesto a resolver la intriga, se puso sus gafas y comenzó a leer atentamente. La carta decía lo siguiente:

En Guía de Gran Canaria, 14 de febrero de 1950

Estimado señor:

Hace unas semanas, el Ayuntamiento de mi ciudad le encargó a su empresa la fabricación de nueve papagüevos y tres cabezones para los más pequeños. Lo sé porque tengo un sobrino que trabaja en las oficinas municipales y me tiene al día de todo lo que allí ocurre. Me gustaría aprovechar este pedido para solicitarle la fabricación de un papagüevo más. Descuide, yo lo pagaré. El dinero está dentro del pequeño sobre que acompaña a esta carta. El papagüevo que le pido que haga debe de ser una mujer. En concreto, una mujer gitana. Me gustaría que tuviese el pelo negro como el carbón y recogido en un gran moño que culmine su coronilla. Un rizo debe caerle sobre la frente y otro sobre la mejilla derecha. Los labios han de estar pintados de rojo y sus ojos tienen que ser cálidos y luminosos como las tardes de septiembre. El papagüevo se llamará Mariana. Porque así se llamaba ella, la niña gitana que cada año, en el mes de julio llegaba con su familia a esta ciudad.

Los gitanos se instalaban siempre junto al barranco. Cuando tenían las carpas montadas, se encargaban de ir al Ayuntamiento y pedían permiso para tener agua y luz. Permanecían siempre en la ciudad hasta el final del verano. Luego, se iban para otro lado. Nunca se encariñaron con ningún lugar, aunque reconocían que nuestra ciudad les gustaba especialmente por la grandiosidad de su mercado, la abundancia de comercios y las fiestas.

Verano tras verano, no solo traían juegos e inventos novedosos sino que mostraban los descubrimientos más increíbles. Mariana, en cambio, se limitaba a ayudar a su abuela, que era muda. Ambas tenían una ruleta de cartas que instalaban en la plaza del Mercado. Cuando nadie apostaba en la ruleta, ella aprovechaba para jugar con una cabra que hacía subir y bajar por una escalera de tijera abierta. También cantaba, y su voz era más que bonita: era prodigiosa.

Una tarde, al salir de misa, me acerqué a ella por primera vez. Mariana, al verme junto a la ruleta, se me acercó y con su sonrisa perenne me cogió las manos y comenzó a mirar detenidamente mis palmas que había vuelto hacia ella.

–Veo que es usted buena gente –dijo sin levantar los ojos de mis manos –. Y veo también que aún le quedan muchos, muchos años por vivir.

–¿Cómo sabes eso?, le pregunté intrigada.

–¡Las líneas de su mano!, –exclamó risueña –. Lo que hemos sido, somos y lo que seremos está dibujado en ellas.

Me gustaba tanto su compañía que todas los tardes, tras la misa, me dirigía hacia donde ella se encontraba con la excusa de que me pronosticara los días venideros. Así nació entre nosotras una amistad que celebrábamos muchas veces merendando juntas churros con chocolate.

captura-de-pantalla-2016-10-04-a-las-16-03-42A Mariana le encantaban las fiestas de mi ciudad. Y muy especialmente los papagüevos. Siempre me preguntaba cuándo salían a bailar. Era maravilloso verla a ella sola bailando. Porque le encantaba meterse entre los papagüevos más altos y bailar entre ellos girando y girando con los brazos abiertos como si fuera un papagüevo más.

–¿Por qué te gusta tanto bailar los papagüevos, Mariana? –le pregunté una vez mientras esperábamos que nos trajeran dos tazas de chocolate.

– No lo sé – me respondió encogiéndose de hombros –. Pero lo cierto es que me siento muy feliz ahí dentro, con todos los niños de la ciudad, bailando como los papagüevos. ¿Y sabes una cosa? Pues que cuantas más vueltas doy, en vez de marearme, más y más feliz soy. Siento una alegría inmensa entre los papagüevos. ¡Estaría bailando todo el día! –me confesó esa tarde antes de mojar un churro en el chocolate caliente que nos acababan de servir.

Hace unos años se convocaron por primera vez en mi ciudad los Juegos Florales. Entre los actos organizados figuraba la elección de la Reina de los Juegos. Al concurso podrían presentarse todas las chicas residentes en la ciudad. Y Mariana, durante el verano, vivía entre nosotros. Así que, tras lograr el permiso de su abuela, le invité a que se presentara.

–¿Para qué? –me preguntó extrañada.

–Para mostrar lo hermosa que eres y lo radiante que puedes llegar a estar –le dije –. Estoy segura de que nunca antes se habrá visto en esta ciudad a una mujer tan especial y elegante como tú.

–Vale –me respondió sin convencimiento –. Pero quiero que sepa que lo hago porque veo una ilusión en sus ojos que nunca antes había visto.

Y era cierto. Me ilusionaba enormemente verla en el escenario del Teatro Municipal recibiendo la rosa blanca que la coronaría como Reina de los Juegos Florales.

Ese mismo día encargué a la mejor costurera de la ciudad un vestido bellísimo. Era clásico pero glamuroso, con el corpiño blanco y un escote en forma de corazón. La falda de tul era larga y vaporosa. Había pensado en comprarle unos guantes largos, blancos, y dejarle el collar de perlas que heredé de mi madre. El día que Mariana se lo probó por primera vez me emocioné muchísimo al verla ante el espejo de cuerpo entero. El vestido le quedaba perfecto. Estaba guapísima. Era la flor más hermosa entre las flores. Su piel oscura y su pelo negro resaltaban sobre el vestido blanco como lo hacen las estrellas en las noches sin luna.

Pero ese mismo día, mientras se quitaba el vestido en el atelier de la costurera, comenzó a toser insistentemente.

–¿Te encuentra bien, Mariana?

–Estoy un poco cansada –me dijo –. Tengo escalofríos y me duele mucho la cabeza.

Le toqué la frente y comprobé lo caliente que estaba.

– Tienes fiebre. Vete a casa, anda, tápate bien y descansa.

Yo me dirigí a la casa del médico para pedirle que la viera cuanto antes. Pero no estaba. Ni en su casa ni en la ciudad. Había salido de viaje no sabía bien adónde, me dijo su asistenta.

Los días pasaban y Mariana no mejoraba. Su tos se intensificaba y las fiebres no remitían. Su abuela dejó de acudir a la Plaza del Mercado para estar junto a ella día y noche. Una mañana me dirigí al barranco para llevarle paños y ungüentos y descubrí que los gitanos ya no estaban. Habían levantado sus carpas y se habían ido. Pregunté a la policía si sabían algo de ellos, adónde se habían dirigido, pero no supieron responderme. Indagué por la ciudad por si alguien los había visto irse. Pero fue en vano. Los gitanos no volvieron a la ciudad nunca más. Y yo, nunca más volví a ver ni a saber de Mariana, mi gitana bonita. Mi gitana feliz.

captura-de-pantalla-2016-10-04-a-las-16-12-25Por eso le encargo este papagüevo. Porque es la única manera que tengo de volver a ver a Mariana bailar. Cada tarde, cuando los papagüevos bajen por mi calle, yo me asomaré a la ventana y veré de nuevo a mi gitana girar y girar entre los niños y sobre los adoquines tristes de esta ciudad.

Antes de terminar, le pediré un último favor. Me gustaría que Mariana tuviera una flor. Me da igual donde la lleve. Para mí será la rosa que debió ganar y nunca recibió.

Con la seguridad de que atenderá este encargo tan especial, me despido atentamente de usted.

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