El despiste de Paco, el papagüevo cocinero

Un cuento infantil escrito por Javier Estévez

A Bruno,

para que no deje nunca de soñar.


Paco es un papagüevo muy especial: cuando no baila, cocina. Cada noche, mientras todos duermen, él se encarga de preparar la comida del grupo. Sin hacer ruido sale del garaje donde todos descansan y se dirige a una vieja casa abandonada que dispone de una gran cocina de leña así como de calderos, sartenes, una olla y todos los utensilios básicos para cocinar. Paco aprovecha que tiene toda la noche por delante para trabajar de forma lenta, tal y como le enseñó su abuelo. Le gusta preparar ropa vieja, potajes de berros, calamares, carne en salsa y el plato favorito de sus amigos papagüevos: arroz a la cubana.

Una noche de agosto, en la madrugada del día de la Virgen, estaba cocinando un caldo de verduras y friendo unos tacos de pescado cuando oyó unas voces que lo llamaban. Eran El Turco y la Gitana. Notó que lo buscaban con cierta afán. Paco se limpió las manos en un paño que colgaba de su delantal azul y salió rápido a la calle para calmar a sus amigos.

—Turco, Gitana, aquí estoy.

—Ay, Paco, menos mal que te encontramos —dijo La Gitana.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—De momento, nada. Pero ocurrirá si no bajas rápido con nosotros al garaje —advirtió El Turco sin disimular su preocupación —. ¡En quince minutos comienza La Diana y tenemos que bailar!

—¡Es verdad! —dijo Paco llevándose ambas manos a la cabeza —. ¡Lo había olvidado!

—No nos extraña… ¡Con lo despistado que eres! —bromeó La Gitana guiñando un ojo a sus amigos.

—¡Vamos! ¡No hay tiempo que perder! —se apresuró a decir Paco colocándose su gorro de cocinero.

Y sin mirar atrás cruzaron varios callejones y bajaron por las calles anchas de adoquín que les llevaron hasta el garaje.

Al llegar, todos se alegraron de ver que El Turco y La Gitana habían encontrado a Paco. De allí se dirigieron al frontis de la iglesia donde puntualmente esperaban la banda de música y cientos de jóvenes que con los primeros acordes de La Madelón bailaron junto a los papagüevos hasta el amanecer.

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Cuando finalizó La Diana, todos los papagüevos regresaron al garaje para disfrutar de un merecido descanso. Paco, que cerraba el grupo, estaba más preocupado que cansado.

— Turco —le confesó a su amigo —, no recuerdo haber apagado el fuego de la cocina antes. Necesito comprobar que todo está bien antes de descansar.

— Te acompaño. No son horas para que un papagüevo vaya solo por la ciudad.

Ambos se giraron y con rapidez se dirigieron hacia la vieja casa de piedra donde cocinaba Paco cada noche desde tiempos inmemoriales. Pero a medida que se acercaban, el olor a madera quemada y el sonido de las sirenas del camión de los bomberos eran cada vez mayor.

—Me temo lo peor, Turco —dijo Paco dirigiendo su mirada hacia una columna de humo que ennegrecía el cielo de la ciudad.

Les bastó asomarse a la esquina para comprobar que los peores presagios se habían cumplido: la casa ardía. El despiste de Paco, al no apagar el fuego de la cocina cuando tuvo que acompañar a La Gitana y a El Turco para bailar La Diana, había provocado el incendio que calcinó toda la vieja casa.

Las lágrimas comenzaron a rodar por las mejillas de Paco. Eran tantas que rápidamente se formó un charco de tristeza a sus pies.

—Vámonos, Paco — trató de consolarlo El Turco—. No hay nada que hacer.

Paco no paraba de lamentarse. No sólo por la vieja casa que a pesar de haber estado abandonada en los últimos siglos le había proporcionado un magnífico lugar donde cocinar, sino porque sin cocina ni utensilios no sabía cómo les iba a preparar la comida a sus amigos. ¿Qué iban a comer ahora los papagüevos?, se preguntaba insistentemente.

—Tranquilo. Con la ayuda de todos conseguirás una nueva cocina y todo lo necesario para volver a cocinar. No te rindas, Paco,  y confía en nosotros.

—¿Y cómo lo harán? —preguntó

—Eso es cosa nuestra —respondió El Turco con un brillo inédito en su mirada y una sonrisa de confianza dibujada en su labios.

Cuando Paco despertó estaba solo en el garaje. Descubrió  sorprendido que todos sus amigos papagüevos habían desaparecido.

—¿Pero dónde están? ¿Adónde habrán ido? —se preguntó.

Paco desconocía que entre El Turco y La Gitana habían organizado al grupo para buscar, unos, una casa abandonada en Guía con cocina similar a la anterior y, otros, reunir nuevos calderos, sartenes, ollas y demás instrumentos necesarios para cocinar. Lo mejor es que contaban con la inestimable ayuda de los cargadores, los jóvenes que portaban los papagüevos y bailaban con ellos en todas las fiestas. Todos querían que Paco el cocinero volviera a recuperar su natural alegría.

Por suerte,  bastaron unos pocos días para encontrar todo lo que buscaban. El colegio de la ciudad donó a los cargadores todos los calderos, sartenes y utensilios que tenía. Durante el verano la dirección había comprado, a petición de la jefa de cocina, nuevo material para cocinar por lo que el instrumental viejo les sobraba.

La casa con cocina que habían conseguido pertenecía a un médico que tuvo que abandonarla de forma inmediata en los tiempos del cólera y nunca más volvió. La casa permanece tal y como la dejó el día que salió por última vez por la puerta: la cocina amueblada y con la loza perfectamente colocada en el locero, las camas hechas con sus colchas bien dobladas, los grandes cuadros expuestos en los pasillos  y su despacho con la bata y el fonendo aún colgados en el perchero. El paso del tiempo, en cambio, era visible en el salón, donde los periódicos amarillos y acartonados se amontonaban sobre la mesa,  y en el jardín, que se escondía tras la maraña de zarzas y malas yerbas. Aún así, la casa tenía la cocina ideal para Paco, dijo El Turco nada más verla.

La sorpresa que le dieron a Paco fue mayúscula. Cuando este pudo al fin conocer su nueva cocina  comprobó que tanto ésta como los calderos, sartenes, ollas y demás utensilios que habían conseguido reunir sus amigos eran muchísimo mejor que los que tenía antes del incendio. Feliz y emocionado,  les dio las gracias a todos y un fuerte abrazo a cada uno de los papagüevos y de los cargadores.

—¡Ah! y prometo no ser tan despistado a partir de ahora —dijo causando la risa de todos.

 

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