Maestro Antonio el de La Aldea

VIVENCIAS DE NUESTRA GENTE NUMÉRO 5

Autor: José Juan Jorge Vega

Esta anécdota me la contó un amigo aldeano a quien le gustaba echarse sus chascarrillos contando anécdotas de la gente de su pueblo. Yo creo que las cultivaba porque estuvo viviendo muchos años en América, fuera de su patria chica y por tanto echaba de menos a su terruño.

Esta historia ocurrió allá por los años cincuenta del pasado siglo, y por razones obvias cambiare el nombre de los protagonistas.

Maestro Antonio era un hombre muy conocido y respetado en su pueblo, la Aldea de San Nicolás, pues no en vano estuvo muchos años de encargado en unos almacenes de empaquetado de tomates y eso era un buen empleo que ademas le daba mucho poder y prestigio en el pueblo, pues hay que tener en cuenta que la mano de obra la contrataban los encargados directamente, por lo que de ellos dependía que una persona tuviera trabajo o no. Debo decirles que en aquella época en La Aldea se vivía prácticamente de las zafras de los tomateros y de la pesca. No había otra demanda de empleo.

Como es de suponer, a la pesca se dedicaban la mayor parte de los hombres y a la zafra de los tomateros las mujeres y también algunos hombres que realizaban las labores más pesadas.

Era, de alguna manera, conocido en el pueblo, aunque todos lo silenciaban, que se cometían algunos abusos de tipo sexual por parte de «algunos» encargados con algunas mujeres, pues a veces era tan importante el trabajo que terminaban accediendo a sus peticiones y maestro Antonio era uno de ellos. La recompensa era que a esas pobres mujeres nunca les faltaba el trabajo y eran las últimas en despedir cuando la zafra iba acabando, por lo que se aseguraban trabajo casi todo el año, pues aunque la zafra duraba unos seis o siete meses, siempre habían faenas que hacer como desmontar los atados, preparar la tierra y los almacenes para la siguiente temporada, hacer la siembra, preparar tiras para los atados, etc.

Pero claro los años pasan para todos y lógicamente también pasaron para maestro Antonio que se retiró con algo más de los setenta años. El pobre hombre tuvo la mala fortuna que a poco de retirarse se enfermo del corazón. Como era tan conocido en el pueblo todos querían verle para desearle una pronta mejoría, por lo que su mujer y una hija solterona que vivía con ellos, estaban seriamente preocupadas porque como recibía tantas visitas tenía que hablar mucho y se emocionaba y lógicamente su corazón se cansaba y se aceleraban sus pulsaciones y como consecuencia de todo ello se le subía la tensión arterial.

Como quiera que él no hacia caso a nada que le dijeran, la mujer y su hija se lo plantearon a don Lorenzo, que así se llamaba el médico que le visitaba con mucha frecuencia, pues al llevar muchos años en el pueblo se habían hecho buenos amigos de partidas de dominó. Un día en que el doctor le fue a visitar, por demanda de su esposa e hija, le ausculta y le toma la tensión y comprueba que la tenía muy alta y decide ponerle un tratamiento algo severo, ya que además se da cuenta de que había subido de peso, pues lo que maestro Antonio no había perdido era el apetito y claro al estar todo el día entre sentado y acostado sin hacer apenas ejercicio salvo sus pequeñas caminatas dentro de la propia casa, había engordado unos cuantos kilos. Había que ponerle un régimen de comidas porque cuanto más kilos cogía más alta tendría su tensión arterial y más riesgos se corrían. Así qué le escribe en una receta el régimen de comidas que tenía que llevar y se lo da a la hija pues la mujer no sabía leer. Cuando el médico ya iba saliendo de la habitación le recalca: «y no lo olviden, el desayuno solamente un café con leche desnatada». Maestro Antonio, acostumbrado a comerse en el desayuno una escudilla de leche de cabra acabada de ordeñar con gofio de millo le grita: «Don Lorenzo y no puede ser con un cacho de pan «masquesea», ande hombre y le dejo ganar al dominó«.

La mujer y su hija, más algún vecino que se encontraba presente se partían de la risa al ver las amarguras de maestro Antonio con su desayuno. La mujer muerta de la risa le grita: «p’os deja que veas el resto de las comidas», a lo que contesta maestro Antonio, seriamente preocupado, «este hombre no quiere que muera del corazón, pero me va a matar de hambre».

De esta manera transcurría la enfermedad de maestro Antonio, entre subidas y bajadas de tensión, hasta que don Pedro, el cura, decide visitarle después de haberse enterado de lo malito que estaba.

Maestro Antonio no era un hombre de curas ni de iglesias, pero siempre tuvo un respeto con la religión católica y algunas veces, sobre todo por las fiestas del patrón San Nicolas, iba a escuchar alguna misa con su mujer y su hija, también con la intención de encontrarle algún novio que nunca apareció.

Pues bien, un día se presenta en la casa don Pedro el cura y después de establecer una conversación informal sobre el trabajo, el tiempo, si llueve o no llueve, tan importante para el pueblo, le pregunta si quería confesarse. Esto le coge de sorpresa a maestro Antonio y le dice que le dé un poco de tiempo; que estas cosas hay que pensarlas. Don Pedro le responde que el tiempo siempre es relativo y más cuando se tiene un problema como el que usted tiene. Que es preferible estar preparado para cuando Dios nos llame, pero eso es un asunto que es usted quien tiene que decidirlo. Yo en su lugar me confesaría y comulgaría para estar tranquilo. Ante tal razonamiento, pensó maestro Antonio que confesar y comulgar no le iba a hacer ningún daño. Así qué accedió.

El hombre realmente estaba ya muy mal, habían pasado un par de años desde que cayó enfermo y se iba deteriorando, por lo que su mujer y su hija trataron de racionalizarle las visitas siguiendo el consejo del médico. A los únicos que el deseaba ver era a los amigos de las partidas de dominó, pues eran los que más le entretenían. Un día, a media tarde, al día siguiente de haber confesado y comulgado, le anuncia su hija que doña Elvira quería visitarlo, y recordando maestro Antonio a doña Elvira, su preferida de muchos años atrás, con lo guapa y buena que estaba y la de veces que se la había beneficiado, le dice a su hija: «Mira mi niña, ve y dile a doña Elvira que será mejor que no venga porque estoy en gracia de Dios».

Y así acabó la historia y la vida de maestro Antonio, que falleció algo más tarde, que en muchas cuestiones es casi la misma historia de la mayoría de los encargados del empaquetado de tomates de aquella época en la Aldea, hoy San Nicolás de Tolentíno.

Es este el pueblo más alejado de nuestra capital Las Palmas de Gran Canaria. Hasta tal punto que en esta época les era más cerca ir a vender sus productos a Tenerife. Por fin se va a subsanar esta injusticia al quedar a poco más de una hora de viaje desde Las Palmas de G.C. una vez terminada la nueva carretera.

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