Vivencias de nuestra gente n° 55: el poder de los curas en aquella época

Autor: José Juan Jorge Vega //

Durante todo el tiempo que duró la dictadura en España, los sacerdotes católicos tenían un enorme poder, sobre todo en los pueblos. Las vivencias que voy a contarles ocurrieron en la década de los años sesenta del pasado siglo en las ciudades de Guía y Gáldar.

El párroco en Guía era Don Bruno Quintana y su segundo su hermano Don Fernando Quintana. En mi opinión eran bastante diferentes, don Bruno era más cordial y cariñoso, más cercano y don Fernando más frío, más seco y más distante. Don Fernando decía misa también en la capilla del hospital de San Roque. Le recuerdo caminando toda esa cuesta muy despacio pues le faltaba un pulmón y tenía dificultades para respirar cuando se agitaba.

Don Fernando fue mi profesor de religión en el Colegio Santa María de Guía, cuando yo estudiaba el bachiller. Tenía por costumbre que en la clase de los lunes nos preguntaba el color de la vestimenta del sacerdote que dijo la misa de diez el día anterior, domingo, para averiguar quién no había ido a misa. Y eso influía en la nota semanal, aunque generalmente no suspendía a nadie. Otra de sus costumbres era poner motes a los chicos, no lo hacía por maldad sino para reírse y crear en la clase un ambiente más relajado.

Era tan grande la influencia que ejercía don Bruno en Guía que convenció al Alcalde don Rafael Velázquez García, para que a través del Ayuntamiento se tramitara el cambio del nombre de la ciudad, pasando de llamarse Guía de Gran Canaria o simplemente Guía a «Santa María de Guia», en honor a la Virgen, de la que era un gran devoto. El cambio se llevó a cabo en un pleno del Ayuntamiento que se celebró el 26 de abril de 1.963. Días más tarde fue confirmado el cambio del nombre por el Cabildo de Gran Canaria.

Otro empeño de don Bruno, debido a su gran devoción, era ponerle a todas las niñas que bautizaba el nombre de María, bien como primero o segundo nombre. Recuerdo que cuando fui a la sacristía a inscribir a mi hija para bautizarla el domingo siguiente, me preguntó por el nombre que le iba a poner. Le dije que Sonia. Se me queda mirando muy serio y me dice: Será María Sonia. No, le dije, solo Sonia. Y así estuvimos discutiendo un buen rato hasta que tuve que aceptar Sonia-María. Y así se bautizó.

Yo me llevaba muy bien con él, pues no en vano me conocía de toda la vida, al igual que a todo el pueblo, pues eran tanto los años que llevaba en Guía que los conocía a todos. Era también muy humanitario. Cuando se enteraba de que alguien estaba enfermo iba a visitarle. A mí fue a verme por motivo de un accidente de tráfico que me tuvo en cama más de cuatro meses. Tenía un buen corazón y se había ganado el cariño de todos.

Otra de sus peculiaridades era los «rollos» que nos largaba en las misas después del evangelio. Nunca sabia como terminar por lo que los prolongaba demasiado. Yo y un grupo de chicos que nos poníamos en la parte de atrás, cerca de la puerta, aprovechábamos y nos salíamos a fumar. También recuerdo una de sus frases favoritas que repetía con frecuencia: «Es terrible hermanos».

Hay una anécdota personal, en cierto modo graciosa, que quiero contarles: «Yo nací un 22 de junio, que es día de San Paulino, por lo que mi madre quería ponerme de nombre José-Juan-Paulino, y así lo acordó con mi padre. Pasan los años y cuando iba a empezar a estudiar el bachiller con algo más de diez años, me tuve que sacar la primera partida de nacimiento en el Registro Civil de Guía. Mi sorpresa y sobre todo la de mi madre fue que el nombre que constaba en el certificado era: Pablo-José-Juan. Alguien se equivocó, o mi padre o el funcionario que hizo la inscripción. Lo cierto es que en ese momento nos enteramos que mi primer nombre era Pablo. Aun así a mi siguieron llamándome Pepe Juan.

Pero aquí no acaba la historia. Cuando me fui a casar tuve que sacar también el certificado de bautismo en la Iglesia de Guía. Hablé con Don Bruno y nos fuimos a la sacristía para hacérmelo sobre la marcha. Mi sorpresa fue cuando vi que el nombre que figuraba en el libro-registro era Paulino-José-Juan en vez de Pablo-José-Juan, tal y como estaba en el Registro Civil. Le pregunto a don Bruno qué cómo podríamos arreglarlo porque mi nombre era Pablo-José-Juan y así constaba tanto en el Registro Civil como en el «libro escolar» y en la «cartilla militar». Se queda pensando un rato, tratando de buscarle una solución al problema que se me planteaba, pues me casaba un mes más tarde, y me dice: Yo no puedo corregirlo, pero creo que en 1942 estaba de monaguillo Paco Ramírez. Vete a la casa y le cuentas el caso a ver si él puede venir a corregirlo. Voy a la casa de Paco y le cuento el problema. Lo piensa un momento y me dice: “Mira Pepe yo no me acuerdo si pude ser yo o no quien hizo la inscripción, pero vamos para la sacristía y si Don Bruno lo autoriza lo corrijo en un momento. Y así lo hizo, borro Paulino y puso Pablo». Ese es el motivo por el cual mi familia, tíos y primos sobre todo, ignoran que yo me llamo Pablo. En realidad solo me llaman Pablo algunos compañeros de Colegio.

En Gáldar el párroco era Don Abraham y su segundo Don Alfredo. Eran muy distintos a don Bruno. Ambos eran muy soberbios y ejercían una gran influencia en los habitantes del pueblo, sobre todo en las mujeres, pues tanto uno como el otro predicaban el Dios del miedo, del temor, el justiciero. Yo tenía novia en esa ciudad, con la que me casé en 1966, a los cuatro años de conocernos. Pues bien, cuando llevábamos ya años de noviazgo, teníamos muchas discrepancias por culpa de esos curas, sobre lo que podíamos o no podíamos hacer, pues tanto uno como el otro ponían verdes a todas las chicas cuando se iban a confesar, ya que según ellos el cogernos la mano o darnos un simple beso era pecado mortal. Yo no podía verlos ni en pintura. Eran unos soberbios desenfrenados.

Fíjense hasta qué punto, que en muchas ocasiones llegaron a hacer «Vía Crucis» por toda la calle Capitán Quesada, conocida por la calle Larga, y paraban expresamente delante del Casino para orar por los que estaban pecando dentro en el baile, donde la inmensa mayoría eran matrimonios y parejas de novios. Evidentemente, a base de los miedos que les metía, habían muchos beatos/as que les acompañaban en todo el recorrido.

Les voy a contar un hecho que es la gota que rebosa el vaso. Es una muestra del carácter y la soberbia de estos dos «elementos». A finales de los años sesenta, mis padres habían ido al Casino de Gáldar a la cena y posterior baile de un fin de año. Tengo que aclarar que ellos iban todos los domingos a misa y confesaban y comulgaban con relativa frecuencia. Eran unos buenos cristianos pero sin fanatismos. Cuando acaba la fiesta eran ya cerca de las cinco de la madrugada y mi padre le propone a mi madre ir a la misa de las cinco para luego acostarse tranquilos y descansar unas horas. Así lo acuerdan y poco antes de esa hora se dirigen a la iglesia. La sorpresa fue que cuando fueron a entrar don Alfredo, que estaba en medio de la puerta, les cierra el paso y no los dejan pasar porque, les dijo: «No pueden entrar a la iglesia porque ustedes vienen del baile y vienen de pecar». Así mismo me lo contaron mis padres, todavía sin poderlo creer, al día siguiente.

Fue verdaderamente indignante e increíble. Mis padres, asombrados, ni le rechistaron por vergüenza y respeto. Dieron media vuelta y se fueron a su casa a dormir. Ese día no fueron a misa.

Bueno, pues como suele decirse, para muestra un botón. Así eran los curas de entonces, aunque justo es decir lo diferentes que eran unos y otros.

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