Vivencias de nuestra gente n° 61: un “fisioterapeuta” de nuestra cumbre

*Por José Juan Jorge Vega* //
Esta es una vivencia muy personal que puede servir de ejemplo a otras personas en algunos momentos de su vida, pues a veces también aprendemos de las experiencias de los demás.
En el mes de octubre del año 1999, sufrí una lumbo-ciática, (inflamación de los nervios lumbago y ciático), muy fuerte, de las peores. Eran unos dolores terribles, insoportables, que los calmantes apenas mitigaban. Estuve cerca de un mes sin poder moverme de la cama ni siquiera para hacer las necesidades más elementales. Mi mujer me tuvo que comprar un chato y una botella, iguales a las que se usan en los hospitales cuando estas ingresado e inmovilizado, para poder hacer las necesidades.
Mi pobre mujer se desesperaba porque ya no sabía que hacerme. Un día escuchó en la radio a un señor que decía que el curaba tanto lumbagos como ciáticas en una o dos sesiones. Tenía un modo de hablar, me decía mi mujer, como si fuera un hombre de nuestros campos, muy humilde, muy campechano. Al final de la entrevista dejó su número de teléfono para que le llamara todo aquel que pudiera necesitar sus servicios. También añadió que él no tenía una tarifa fija, sino que cobraba lo que la gente quería darle, y si alguien no podía darle nada que él lo atendería igual.
Así pasaban los días y mi mujer viendo los dolores continuos que yo tenía desde que me movía lo más mínimo, se decidió llamar a este «fisioterapeuta» de la cumbre, sin decirme nada, pues de su existencia tuve conocimiento cuando lo vi por primera vez en mi dormitorio, ya que Inmaculada, mi esposa, no me había hablado de su entrevista en la radio, porque ella sabía que yo no era partidario de esos curanderos.
Cuando ya llevaba algo más de veinte días en cama, los dolores, a base de calmantes y antiinflamatorios habían remitido algo. Ya, aunque a base de echarle coraje, me atrevía a levantarme para ir al baño y a comer, ayudado de unas muletas que mi mujer me había comprado.
Un día a media mañana, sin esperarlo, entra en mi dormitorio mi mujer con un hombre que podría estar en torno a los 55/60 años, que me presenta y me explica en pocas palabras quién era. Yo me había quedado boquiabierto sin saber qué decir pues tuve que reprimirme por respeto al hombre. Así que después del momento de la sorpresa, el hombre me saluda ofreciéndome la mano al tiempo que me pregunta qué es lo que tengo y que desde cuando estaba así. Le explico lo que me pasa y que llevaba veinte y tantos días en cama. Me dice que me quite la camisa del pijama y a mi mujer le pide una botella de cristal, al tiempo que me dice: «Ahora mismo le voy a arreglar ese problema y usted va a quedar al momento como nuevo. Y si hace falta vengo mañana otra vez». «Porque le digo yo a usted que los médicos no saben curar estas dolencias».
Al momento llega mi mujer con una botella vacía de agua San Roque. El hombre se quita la chaqueta y los zapatos y me dice que me vuelva boca abajo. Le dije que no podía girarme por el dolor y entre él y mi mujer me ayudaron hasta conseguirlo. A continuación, se sube a la cama, junto a mis pies, y después de preguntar cuál era la pierna de la ciática, la coge con las dos manos a la altura de la rodilla intentando doblarla hacia arriba lo más que podía, al tiempo que decía: «Usted es un hombre fuerte pero yo soy más fuerte todavía». Yo aguantaba los dolores cómo podía para no soltar un grito. Aquello era una verdadera tortura.
Pero aquí no terminó la sesión, pues aún quedaba una segunda parte monstruosa que yo no sé cómo no me rompió la columna. Esta vez, yo también boca abajo, se escarranchó encima de mis piernas y cogiendo la botella por los extremos con las dos manos empezó a pasarla arriba y abajo apretando con fuerzas por todo el largo de la columna vertebral, sobre todo por la zona en donde estaba localizado el dolor. Cuando él creyó conveniente se paró y me pregunto que si notaba que el dolor había disminuido. Por supuesto le mentí, y le dije que el dolor casi había desaparecido. Que ya estaba mucho mejor. Entonces se bajó de la cama al tiempo que me dice con una sonrisa de satisfacción: «No le dije que yo lo curaba», y después de ponerse los zapatos y la chaqueta se despidió con otro apretón de manos y mientras se despedía me decía que no dudara en llamarle si aumentaban los dolores.
Acto seguido salió del dormitorio detrás de mi mujer. Le oí preguntarle cuánto se le debía y como le dijo la voluntad, mi mujer le dio una cantidad que a él le pareció adecuada.
Yo estaba, como es previsible, mucho más dolorido y muy cabreado con mi mujer. Así que ella, que lógicamente sabia como yo estaba, cuando llegó a la alcoba estaba muy triste y a punto de echarse a llorar. Nada más entrar me abrazó pidiéndome perdón y me explicó que como le había oído hablar tan seguro de su tratamiento pensó que me podía ayudar. Yo naturalmente la disculpé, pues de sobra sabía que ella lo había hecho con la mejor de sus intenciones.
Yo recomiendo tener mucho cuidado con esos «curanderos», pues pueden causar más daños que beneficios.
A pesar de ello, tengo una experiencia personal muy positiva. Siendo niño sufrí una caída y el codo se me desplazó; mi padre me llevó a “Francisquito”, en la Atalaya, que me lo puso en su sitio sin ninguna secuela. Claro está que siempre hay excepciones.
A los pocos días, desde que pude caminar un poco mejor, fui a un traumatológico que me recomendaron y después de hacerme una resonancia magnética me diagnosticó dos hernias discales. Una de ellas decía que era de libro.
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