Vivencias de nuestra gente n° 59: cómo se vivía en mi barrio natal, Becerril

*Por José Juan Jorge Vega*
La vivencia de hoy se sale del formato habitual, pues no encierra ninguna anécdota que pueda sacarles una sonrisa o una lágrima. En esta quiero hablarles de mi barrio natal: Becerril. Yo creo que es interesante que nuestra juventud, sobre todo la del mismo barrio, conozca como era antes la vida en esos lugares olvidados de la mano de Dios, con sus enormes carencias, y es eso precisamente lo que tratare de contarles.
Becerril, del término municipal de Guía, es el barrio donde nací y viví con mi familia hasta que tenía unos 13 años de edad. Luego nos mudamos a Guía, al Lomo de Guillén, a la casa de la finca donde mi padre trabajaba como encargado de la misma. Esto ocurría en 1955.
Becerril era entonces, sin ninguna duda, el barrio más pobre de todos los que habían en el término municipal de Guía. Estábamos totalmente olvidados de nuestro ayuntamiento. Sus cinco o seis calles y algún que otro callejón, ninguno de ellos tenía nombre, eran de tierra que se transformaban en barranqueras desde que caían cuatro gotas. Y en aquella época llovía con bastante frecuencia sobre todo durante las estaciones de otoño e invierno, con truenos y rayos y a veces también granizos. Me viene ahora a la memoria que desde que empezaban los truenos y los rayos mi madre tapaba con sábanas todos los espejos de la casa, pues se decía que éstos los atraían.
Por no tener no había ni un simple local donde la juventud o los mayores se pudieran reunir. Así que el lugar de encuentro, el local social del barrio, era la barbería. Estaba situada en la calle principal en un local de tamaño mediano. Allí iban, después de acabada la larga jornada laboral, sobre todo los jóvenes que aún estaban solteros, no sólo a pelarse sino a charlar, a leer el periódico, etc. Era el único lugar del barrio en donde te podías enterar de todas las noticias, tanto del propio barrio como del exterior, pues también había una radio e iban a escucharla.
A la barbería también se iba a hablar de fútbol pues en el barrio teníamos nuestro equipo, el San Pedro, que aunque no era muy bueno era nuestro equipo. El uniforme era totalmente blanco y como en el barrio no había campo de fútbol los partidos se jugaban en La Atalaya. Los entrenamientos a veces se hacían en alguna calle del propio barrio y otras en el propio estadio de La Atalaya.
Más tarde se creó otro equipo, el Español, que vestía de rojo y cuyo valedor era un conocido terrateniente. Los jugadores iban muchas tardes a su finca a comer leche de vaca recién ordeñada con gofio, para que estuvieran bien alimentados. Este equipo duró poco tiempo, apenas unos años.
Los trabajos que había en la zona eran, básicamente, en la agricultura, en la albañilería y en la cantera que había en la montaña por la zona de Gáldar. También recuerdo a un vecino que tenía varios mulos y se dedicaba al traslado de cosas. Los niños también trabajaban “apañando pajullos” para hacer estiércol que luego vendían a los dueños o encargados de las fincas, y cogiendo hierbas para la comida de las cabras. Había mucha miseria y muchas familias tenían que sacrificar el colegio de los niños a cambio de hacer unas pesetas más para la maltrecha economía familiar. Era un problema sobre otro pues al no haber ningún control de natalidad, las familias se llenaban de hijos.
Siendo yo muy pequeño se abrió la primera escuela en el barrio y allí fuimos mi hermano y yo desde que tuvimos la edad adecuada. Poco a poco la escuela se fue llenando, pues como queda dicho había muchos niños que trabajaban todo el día. Ese era el motivo de tanto analfabetismo. Aún recuerdo el nombre del magnífico maestro que teníamos: Don Chano.
Entonces casi no había juguetes que comprar ni perras para pagarlos. Así que casi todos los hacíamos nosotros mismos echándole mucha imaginación. Por ejemplo: Una caña con un trozo de soga era un caballo y allí nos escarranchábamos y a correr a ver quien ganaba. Había un tiempo para cada juego. Cuando venían los vientos estábamos todo el tiempo que podíamos haciendo cometas y echándolas a volar. El papel lo pegábamos con plátanos o con papas sancochadas, pues no había otra cosa. Luego había que levantarle las perras a la abuela para comprar hilo carrreto. Lo mismo ocurría cuando llegaba el momento de los trompos. Otros juegos eran el fútbol, “pinchalauva”, piola, y alguno más que no recuerdo. Como en el barrio no había ninguna plaza ni nada que se le pareciera, todos los juegos lo practicábamos en las calles, donde apenas pasaba un coche de cuando en cuando.
En aquella época había muy pocas viviendas en el barrio que tuvieran agua corriente y luz eléctrica y una de ellas era la de mis abuelos maternos, que era un caserón enorme que daba a dos calles. Los abuelos tenían una pequeña finquita que explotaban plantando y vendiendo todo tipo de verduras, hortalizas, papas, millo, etc. Y gracias a ello vivían de manera más desahogada que la mayoría de sus vecinos.
Les voy a contar, por lo novedoso, como consiguieron los abuelos hacerse con su pequeña finca, a la que ellos llamaban “el huerto”. Como mi abuela era huérfana de padre, al casarse le correspondía un dinero, que llamaban “la dote”, que había instituido el gobierno y que pagaba en su nombre el Ayuntamiento. Con ese dinero compraron la finquita y luego compraron un solar muy grande y fueron construyendo su casa a medida que podían.
Nosotros, durante mis primeros años vivíamos en una casa alquilada que estaba detrás de la de mis abuelos. Luego al reclamársela el dueño a mi padre, mi abuelo quiso que nos fuéramos a vivir con ellos, y allí nos trasladamos a la parte central de la enorme casa, donde estábamos mucho más cómodos teniendo, además, agua y luz.
En la calle principal del barrio el Ayuntamiento había instalado un pilar para el suministro del agua potable a todo el que la necesitara. A diario se formaban unas colas interminables y a veces se producían algunos pleitos e insultos si alguien se quería colar. Generalmente esa labor la realizaban las mujeres y había que ver cómo acarreaban esos baldes de aluminio o tallas de barro llenos de agua que llevaban en la cabeza, encima de un moño que hacían con un trapo de tela, que les ayudaban a mantener el equilibrio. Hay que tener en cuenta que muchas de esas mujeres vivían en cuevas en la misma montaña, por lo que el trayecto era casi todo cuesta arriba. Sin duda ese era el motivo por lo que la gente se bañaba tan poco.
Muchos jóvenes, e incluso muchos mayores, se iban a bañar a los estanques o a la acequia, pues en las casas no había agua corriente y costaba mucho trabajo llevarla desde el pilar público. Se usaba básicamente para beber y para la comida, además del aseo de las mujeres Los días predilectos para el baño eran los domingos, pes era el único día que no trabajaban. El resto de la semana se la pasaban trabajando de sol a sol, (desde que amanecía hasta que oscurecía con un corto descanso para comer).
La acequia a la que hago referencia tenía mucha importancia en el barrio, pues al no tenerse agua corriente en las casas las mujeres iban a ella a lavar la ropa en unos lavaderos que se habían construido para tal efecto El día predilecto para lavar la ropa eran los lunes. Ese día estaban los lavaderos a rebosar e incluso había colas. Allí mismo, al lado de ellas, tendían la ropa y ya se las llevaban secas para sus casas.
La acequia era propiedad de La Heredad de Aguas de Gáldar y había un vigilante que se llamaba Virgilio que se pasaba todo el día yendo y viniendo por todo el largo de la acequia, para que no le robaran el agua durante su largo recorrido, desde los altos de Guía hasta Gáldar.
Lo de los baños de los chicos tenía un riesgo, pues para poder bañarse hacían una especie de balsa con rolos podridos de plataneras para que subiera el nivel del agua, pues a veces el cauce, sobre todo en verano, no era muy cuantioso. Lo que sucedía luego era que Virgilio, cuando se encontraba cauce abajo, desde que detectaba la falta del agua tiraba a correr por la acequia hasta que daba con los chicos que la habían cortado para darse un buen baño. Entonces había que correr en pelotas con la ropa y el jabón lagarto bajo el brazo porque siempre llevaba una vara de mimbre que al que cogía se la dejaba señalada en el culo. La verdad es que casi nunca sorprendía a ninguno pues los bañistas apostaban a un vigilante que les avisaba con tiempo de la llegada de Virgilio, que se cogía unos cabreos enormes.
A la muerte de mis abuelos, los herederos vendieron la casa a una prima que la dividió y vendió la parte de atrás, la mitad más o menos. La parte delantera, donde vivía, ya era una casa bastante grande y a su muerte al no haber tenido hijos la donó al Ayuntamiento de Guía que recientemente la ha transformado en “Centro Polivalente Casa Margarita”, en honor a su nombre, que acoge actividades de tipo “Socio-Culturales y Formativas”.
Y esta es a grandes rasgos como era la vida en mi barrio en aquellos tiempos. Hoy en día el barrio tiene de todo y está muy bonito. Hasta las distancias parecen más cortas con el asfaltado de sus calles.

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