Vivencias de nuestra gente n° 43: una tienda a visitar. Parece un museo.

*Autor: José Juan Jorge Vega*
Arturo Godoy es un hombre serio y respetado por todos. Es de esos hombres cuyo lema ha sido siempre «respetar para que te respeten». Regentaba una tienda que quizás fuera la más surtida del Guía, situada en El Lomo de Guillén. La tienda hoy en día sigue abierta y funcionando perfectamente, pero ahora bajo la dirección de su hijo, que también se llama Arturo, al que conozco desde que nació.
Estas anécdotas que les voy a relatar me las contó el propio Arturo con el que llevaba muy buena amistad y con el que me gustaba conversar. Ahora, debido a la distancia que nos separa, nos vemos muy de cuando en cuando y lógicamente esa amistad se ha enfriado, pero estoy seguro que si volviéramos a hurgar en ella resurgiría de nuevo.
Aunque no le he pedido permiso para contar estas vivencias, estoy seguro de que no le importara ni a él ni a su hijo, pues no le ofendo ni le falto al respeto con ello, sino todo lo contrario. Creo que le hago justicia.
Arturo y yo nos conocemos desde que yo era un chiquillo de unos trece o catorce años. El procedía de Anzofé y se casó con una vecina mía y pronto hicimos amistad. En su tienda, que estaba frente a mi casa, se podía comprar desde una aguja hasta una albarda, o un sacho, un cuchillo o una hoz, incluso una guitarra o un timple. También vendía todo tipo de granos, papas, judías, lentejas, garbanzos, millo y unos quesos de flor, de media flor y de cuajo, muy buenos. A veces me pedía que le afinara algún timple y yo lo hacía con mucho gusto.
La tienda que era bastante grande, se dividía en tres partes. Un reservado donde se despachaban copas, que estaba en el extremo derecho del mostrador; la tienda propiamente dicha y el almacén que estaba situado en una gran habitación a la izquierda, en donde se guardaban los granos, las papas y los aperos para la labranza. También algunas garrafas de ron de La Aldea, etc.
Arturo era también un buen conversador y le gustaba relatar historias que le habían pasado. Al cabo de los años me contó algunas anécdotas suyas, ocurridas entre los años 60/70 del pasado siglo. Recuerdo tres de ellas que quiero contarles.

*ANÉCDOTA N° 1.- EL GATO Y EL QUESO.*
En esta tienda, como decía, también se vendía un queso tanto de flor como de cuajo, de los altos de Guía y Gáldar, de muchísima calidad. Un día Arturo observa que uno de los quesos estaba algo roído por algún ratoncillo y claro, esto le preocupó, pero también pensó que era hasta normal que apareciera algún ratón, pues en la parte del almacén que se comunica con la tienda había muchos sacos de diferentes granos y de papas y todo eso atrae a estos roedores. Lo ideal, pensó, era poner un gato, pero con el queso era como poner a un lobo a cuidar las ovejas. Así razonaba hasta que un día pensó que también al gato se le podía educar.
Al cabo de unos días, después de madurar la idea, le dijo a mi padre, con el que también llevaba mucha amistad, que si tenía algún gato joven que le sobrara, pues el sabía que en la finca había varios. Mi padre le contestó afirmativamente y le regaló un gato macho joven pero que ya cazaba.
Ese mismo día inició su plan de adiestramiento del gato, que se basaba en la alimentación. Hasta que su plan diera resultado el gato estaba encerrado en una jaula bastante grande. Le daba dos comidas al día. La primera por la mañana y la última por la noche antes de cerrar. En ambas solo le ponía para comer, queso. Y así una semana entera, queso por la mañana y queso por la noche. El gato ya cagaba blanco y así siguió hasta que el pobre animal lo empezó a dejar en la vasija que le servía de comedero. Entonces llegó el momento de soltarlo a ver su comportamiento. Perfecto pues no se acercaba al queso y acabó con los ratones que habían. A partir de entonces su dieta cambio a la habitual de estos animales. Cuando alguna vez le tiraba una cáscara de queso, la olía y salía corriendo. Bien dice el refrán, «que gato escalda’o hasta del agua fría huye».

*ANÉCDOTA N° 2.- UN RON PARA EL DOLOR DE MUELAS.*
Arturo solía comprar el ron de La Aldea por garrafas de 20 ó 25 litros. Como era un ron muy fuerte lo solía rebajar un poco de la siguiente manera: Sacaba dos botellas de ron de la garrafa y le echaba dos botellas de agua. Quedaba más suave, pero seguía siendo un buen ron.
En la tienda tenía como empleado a un cuñado suyo llamado Paco. Y este, que tenía alguna iniciativa, sin saber que Arturo ya había «santiguado» el ron, vuelve a hacer la misma operación. Claro, aquello ya no era ron ni nada que se le pareciera.
Una mañana llega un cliente habitual, maestro Andrés, que venía del dentista don Eugenio de sacarse una muela y le dice a Arturo: Dame una copa del ron más fuerte que tengas a ver si se me duerme este jodi’o dolor. Arturo cogió una botella del ron de la garrafa y le sirve una copa bastante generosa. Cuando maestro Andrés se echa de un golpe ese ron a la boca sale corriendo para la calle a escupirlo, mientras Arturo le dice:
«*Maestro Andrés, es que este ron de La Aldea está muy fuerte y voy a tener que rebajarlo un poco»*.
Maestro Andrés se lo queda mirando con cara de pocos amigos y le contesta:
«*Pero Arturo, esto que me puso que demonio es?. Porque no me irá a decir que esto es ron? !Yo creo que usted me puso una copa de agua en un vaso sin fregar untado de ron! *Y salió de la tienda caliente y con más dolor del que trajo.
Arturo prueba el ron y efectivamente aquello estaba muy aguado. Habla con su cuñado Paco y efectivamente le confirma lo que él ya había sospechado. A partir de ahí le dijo a su cuñado que esa operación la haría él solamente para evitar duplicidades.
!Carajo, pues razones tenía maestro Andrés p’a calentarse!; le comentaba a su cuñado.

*ANÉCDOTA N° 3.- LOS TURISTAS Y EL CUCHILLO CANARIO.*
En esta época, en la que empezaba a notarse el incremento de turistas en Canarias, varias Guaguas de turistas que venían del sur y de Las Palmas capital, paraban en la tienda de Arturo a comprar recuerdos de Canarias, algún queso, algún cuchillo canario, etc. Al final de la parada Arturo sumaba el importe total de lo vendido y le daba a la guía o al guía turístico el porcentaje acordado. Ella o él se quedaban contentos y Arturo también. Así había varios guías que prácticamente todos los días paraban en su tienda.
Hay que tener en cuenta que cada guagua traía en torno a las 50/60 personas, y había que atenderlas a todas en media hora más o menos. Tenía de empleado a un cuñado suyo llamado Juan, que le ayudaba en la venta y en el control de la mercancía ante tal avalancha. Como era muy difícil controlarlo todo, desde que se iban los turistas hacían inventario de todos los artículos que estuvieran al alcance de ellos y después de aumentarle lo que habían vendido lo contrastaban con el que habían hecho antes de su llegada. Y así guagua por guagua.
Un día haciendo el recuento de los cuchillos canarios detectan que faltaba uno. Hacen el recuento varias veces para estar seguros y siempre con el mismo resultado. Arturo hace cuentas y el valor del cuchillo equivalía al beneficio de toda la venta. !Bonito negocio hicimos hoy!, le comentaba a su cuñado.
Rápidamente, sin darle más vueltas al asunto, toma la decisión de ir tras la guagua que sabe que llegaba hasta al Hotel Guayarmína del Valle de Agaete. Coge su moto Vespa y tira para El Valle. Por las paradas que hace en otros sitios, Arturo llega al parking del hotel un poco antes que la guagua y desde que esta llega y aparca se dirige a la guía antes de que hubiera bajado nadie. Habla con ella y le asegura que alguien había robado un cuchillo canario. Qué una de dos, o le devuelven el cuchillo o que se lo paguen. La guía se sintió avergonzada y así se lo hizo saber a todos. Les dijo con mucha firmeza que no saldría nadie de la guagua hasta que no apareciera el cuchillo, y le dijo al chófer que cerrara las dos puertas. Arturo estaba junto a ella esperando la reacción de los turistas, que, asombrados, se miraban unos a otros. Habían transcurrido ya unos ocho o diez minutos, cuando una señora, ya entrada en años, se levantó de su asiento y, roja como un tomate de la vergüenza, se dirigió a la parte delantera de la guagua donde se encontraban la guía y Arturo; abrió su bolso y sacó un precioso cuchillo canario y bajando la cabeza para no mirarlo a los ojos se lo entregó al tendero. La guía y el resto de los turistas le recriminaron su vergonzosa acción. La ladrona visiblemente avergonzada le pidió perdón a la guía y a Arturo, quien después de darle las gracias a la señorita, se bajó de la guagua, de la que ya empezaban a bajarse también los turistas para la visita programada al hotel.
Arturo subió a su moto y partió para su tienda en Guía. Cuando llegó y le enseño el cuchillo a su cuñado Juan, éste no se lo podía creer de lo contento que estaba, pues ahora comprendía y valoraba más la insistencia de Arturo en realizar los engorrosos y constantes inventarios.
Y estas son las anécdotas que quería contarles de este hombre que si en algo se distinguía era en su seriedad y en su honradez.
Como dije al principio, la tienda hoy en día sigue funcionando muy bien, pero regentada por su hijo. Uno de los productos que sigue siendo estrella en este peculiar establecimiento son los quesos de flor y de cuajo de nuestros campos. Son los mejores de la zona.
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