La viejoteca

Braulio G. Bautista  // 

LA VIEJOTECA (1ª ENTREGA)

Desde que murió Benigno de un cáncer de próstata, desgraciadamente nada benigno, Pino Dorta (Pinocha para las amigas) apenas había vuelto a pisar la calle. Estuvo meses de riguroso luto y sólo salía a la farmacia, al super y a la iglesia. Había desenchufado la televisión y la radio, y hasta regaló el pájaro canario, porque tenía un canto demasiado alegre, que contrastaba con el ambiente de crespones con el que ella quería rendir homenaje a la memoria de su “Beni”.

Pero el tiempo, la rutina y las propias exigencias del cuerpo, pueden hacer que se tambaleen los propósitos más firmes y, aunque ella- abrazada con desesperación al ataúd “de primera” donde habían introducido al pobre Benigno- había prometido “enterrarse en vida, hasta que Dios la llamara a reunirse con el único hombre que le había puesto la mano encima”… después de un año y medio de vivir emparedada y cuando también ya hacía mucho tiempo de que las tristes visitas de condolencia habían cesado, se empezó a sentir ahogada dentro de la casita terrera, donde vivió casi 30 años de plena armonía con su finado esposo.

Y digo armonía, porque eso es lo que se respiraba en su casa. No aleteaban en el aire, en la atmósfera de su habitación de matrimonio, demonios apasionados, ninfas lascivas, no, nada de eso… Beni y Pino se querían mucho, pero del ombligo para arriba. Jamás entre ellos surgió la urgencia del deseo, la comezón en la entrepierna, el delirio, la lógica concupiscencia que se supone debe de surgir entre dos cuerpos jóvenes que duermen pegaditos… Beni era un muchachito religioso, apegado a las faldas de las tías que lo criaron cuando su madre murió de parto. No conocía el lado oscuro y, por tanto, divertido de la vida. Él y Pino se hicieron novios a los 15 y apenas se había dado un par de besos, y algún restregón bailando, hasta el día en que se casaron.

La noche de bodas fue un desastre y los subsiguientes días, meses, años, lustros y décadas, la cosa no mejoró mucho que digamos… Y así fue pasando el tiempo y Pino se acostumbró a complacerse ella misma, hasta el punto que las pocas veces que él se entonaba, ella le daba largas o se fingía enferma: prefería sus baños de asiento con agua calentita en el bidet, donde siempre sus dedos expertos la llevaban hasta el umbral de la gloria y la despeñaban por un abismo de lúbricas sensaciones.

———

Pino, poco a poco, fue dejando el luto. Cuando un día apareció en la iglesia con una falda negra y una blusa de lunares también negros, sobre un fondo blanco, las viejas asiduas a las novenas y demás rezos no se lo podían creer…¡Tampoco el velo cubría su cabeza, lo llevaba, abandonado, sobre los hombros!

¡Jesús, María y José!… ¿ésta muchacha se habrá vuelto loca?… ¿con el difunto aún caliente, y ella arrimando el luto?

¡Mariquita, por Dios, que ya hace más de un año de lo de Benigno!… La pobre también tiene derecho a vivir… ¡Que acaba de cumplir los cincuenta, mujer!.

Sí – terció otra vieja “Tradicionalista y de las Pons”- ¡pero ella bien que prometió el día del duelo, con el marido de cuerpo presente, que guardaría luto eterno!…¡Mírala ahora, coño… cualquier día la vemos de belingo bailando La Rama en Agaete!

Pinocha aguantó las iracundas miradas de desaprobación de las “rezadoras” con escapulario al cuello, y siguió en su tónica de ir moderando el rigor de su luto, hasta que, un buen día, semanas después de ir abandonando las piezas negras poco a poco, se presentó en la iglesia vestida con un traje, azul cielo y de media manga, que le había encargado a Fefita la costurera… Se alejaba, definitivamente, de tan fúnebre estética.

LA VIEJOTECA (2ª ENTREGA)

Para una mujer tan ardorosa, el estar casada con Benigno Motesdeoca Dieppa, un tipo apocado, cuya sangre jamás supo de descargas de adrenalina, y en cuyo cuerpo jamás se hubiera encontrado vestigio alguno de testosterona, fue un verdadero suplicio. Tuvo que sepultar sus apremiantes necesidades, sus naturales instintos, bajo un montón de “radiante felicidad hogareña”, de continuas actividades caseras: punto cruz, bolillos, cursos de Corte y Confección, pintora de brocha gorda, pero, sobre todo, Pinocha sufría de una enfermiza fijación por la limpieza y el orden… Bueno, más que por la limpieza, por la asepsia: su casa era continuamente desinfectada, esterilizada, con una gran variedad de olorosos productos… En cuanto al orden, nada podía estar fuera de lugar, todo estaba dispuesto de forma tan meticulosa, que producía cierta angustia en las pocas visitas que se acercaban por su casa.

Lógicamente, nadie sabía de su insatisfacción de hembra. Esos secretos se llevan con uno hasta la tumba. No es cosa de ir aireando los problemas conyugales más íntimos por las calles de un pueblo tan dado a ejercitar el viejo deporte del chismorreo…. Aunque, a decir verdad, tanta “perfección”, tanto equilibrio, a los más escépticos del pueblo, a los viejos con más espuelas, a los más baqueteados a nivel de bragueta, les mosqueaba bastante.

Había quien, en los corrillos de jubilados, dudaba de la eficacia de Beni a la hora de la monta… por eso, al paso cadencioso de Pino, se oían comentarios como este:

Esa es mucha yegua pa´ese jinete tan poquitacosa.

Y, como ustedes y yo sabemos, no andaban nada descaminados los viejos observadores del cotidiano acontecer de aquel pueblo permanentemente adormilado.

Gracias a que pasaba la mayor parte del día sola, mientras Beni trabajaba en su propio taller de carpintería (o ebanistería, como gustaba decir a Pino, a quien lo de carpintero le sonaba demasiado vulgar) ella podía meterse en el baño y dar rienda suelta a sus fantasías más inconfesables sentada en su amado bidet con chorrito de agüita caliente incorporado.

Y así la fue sorprendiendo la vida, así le fueron cayendo encima los años… Cuando cumplió los cuarenta se decidió a “hacer algo”. No podía seguir con ese remedo de vida feliz, de mujer realizada y satisfecha… Pero, a la hora de la hora, no fue capaz de romper con su rutina. No fue capaz de hacer la maleta y huir de aquella farsa, alimentada por décadas de continuas mentiras y dolorosas carencias. El miedo al “que dirán”, el horror ante el escándalo, la contuvieron, además, claro, que también contaban, y mucho, las razones económicas…

¿De qué iba a vivir si dejaba a Beni?… Ella era una simple ama de casa y, a pesar de sus múltiples destrezas caseras, ninguna de ellas le serviría para conseguir un puesto de trabajo… y menos en época de crisis.

Beni, lo ganaba bien a pesar de la situación. Era un “ebanista” muy reputado al que no le faltaban encargos. Además, las viejas tías que lo criaron le habían dejado dos casas en la capital, que tenían alquiladas a unos coreanos y unos terrenitos (algunos pocos celemines) que también tenía arrendados… ¡No podía tirar su seguridad por la borda por aplacar sus calenturas!

Su obstinación por que nada se supiera la llevaba, incluso, a confesarse en la capital, y en diferentes parroquias cada vez, aduciendo ante Beni que al cura del pueblo le olía fatal la boca y que sufría de arcadas cada vez que se acercaba a su confesionario, o que le hacía preguntas demasiado íntimas antes de darle la absolución…

Cuando bajaba a la tentadora urbe, para confesarse o para comprar algo en los grandes almacenes, volvía con la mente atiborrada de imágenes sensuales, que robaba desde el paseo de esa playa donde se concentraban los cuerpos mejor diseñados de la isla. Perseguía, con ávida mirada, mientras fingía estar apoyada en la barandilla metálica gozando del sol y de la brisa salada, a todos los muchachotes que, enfundados en trajes de neopreno, practicaban surf… o a aquellos otros que jugaba en la arena con sus torsos y piernas provocadoramente desnudos. Se extasiaba viendo como algunas parejas se morreaban con descaro ante los ojos de los demás… y, entonces surgían en su cerebro y en su alma dolorida las mismas preguntas de siempre:

¿Por qué me ha tenido que pasar a mí ésta desgracia… por qué no me puedo sentir yo igual de saciada que todas esas muchachas de la playa?

LA VIEJOTECA (3ª ENTREGA)

Cuando entró por primera vez a aquel Night Club para mayores al que llamaban “La Viejoteca”, Pino quedó deslumbrada. En vida de Benigno sólo bailó en las verbenas del pueblo y en alguna que otra boda rumbosa, en la que contrataban a algún grupito para amenizar el casorio. Aún resentía que Beni, cuando formalizaron su noviazgo, la hubiese hecho renunciar a bailar en una rondalla típica… Él no quería que su futura estuviera “dando saltos y pasando de mano en mano”, mientras evolucionaba siguiendo la contagiosa música folklórica canaria… ¡Claro, como él tenía dos pies izquierdos y sólo se animaba cuando le tocaban un pasodoble!

Pensándolo bien, se decía Pino: ¿qué méritos, que encantos, guardaba su difunto como para haberse casado con él?… ¿Qué cualidad, qué virtud tenía semejante aguafiestas?… La culpa, sin duda, la tuvieron en su casa que, desde el principio, desde que él le mandó una notita con una prima, les pareció un partido excelente, pues era un muchacho serio, religioso, con su oficio, que, además, algún día heredaría a las tías que lo habían criado… No era muy guapo, eso era, desgraciadamente, cierto, pero “será un buen proveedor, nunca te faltará el potaje con su gofio y un cacho de queso”, le decía su madre…

Niña, créeme, EL AMOR Y LA JAMBRE no hacen buenas migas”- e insistía-… EL ROCE HACE EL CARIÑO, Y DEL CARIÑO AL AMOR HAY SÓLO UN PASO…

La verdad es que a los quince años uno no sabe muy bien lo que le conviene y a veces se deja arrastrar por los consejos de la gente que, supuestamente, te debe querer. Esa fue la perdición de Pino. Por seguir consejos interesados en vez de la voz del corazón, se casó con un tipo sin gracia, sin picardía, sin sangre en las venas…que tenía la voz quebradiza y aflautada de un adolescente y que mostraba una dentadura que sabía imperfecta, y por eso no se prodigaba regalando aquella sonrisa bobalicona que desdibujaba su cara, y que, al mismo tiempo, en un gesto instintivo, trataba de ocultar, llevándose la mano derecha a la boca. Un elemento que sólo vibraba cuando el equipo local de fútbol marcaba un gol en la portería contraria… Esa era la única pasión de su vida: el maldito fútbol. En su taller no habían fotos de lujuriosas hembras en escandalosos bikinis, como en todas las carpinterías, zapatería y talleres del mundo, no amigos… las paredes de su “ebanistería” estaban llenas de fotos de futbolistas… (Gento, Puskas, Ramallet, Kubala, German, Tonono, Guedes, etc…).

Ahora, después de muerto Benigno, ella pudo comprender la gran estafa de la que fue objeto: entre su familia, las tías del difunto y el ambiente oscurantista y pacato del pueblo, le endilgaron a su querido esposo, al que soportó durante los mejores años de su vida. Se dio cuenta de que odiaba su recuerdo y de que, inclusó, lo llegó a odiar cuando todavía estaba vivo, aunque entonces tratara de convencerse de lo contrario.

Eran dos seres absolutamente distintos: ella una mujer de temperamento, echada pa´lante, imaginativa, efervescente y él un ser oscuro, indeciso, cavilador, inseguro… tímido hasta el ridículo. ¡El agua y el aceite!

Esa unión ya estaba condenada al fracaso, a menos que ella se amoldara a la vida estrecha, gris, sin horizontes, que él podía ofrecerle… y así fue: Ella se construyó su propio e impenetrable mundo y con su marido se limitó a tener el trato correcto y desapasionado que él necesitaba para ser feliz. Eran dos extraños que fingían quererse ante la gente. Dos seres sin vínculos reales, sin complicidad carnal, sin sueños comunes. Cada cual en su burbuja.

Cuando, de higos a peras, y siempre después de tomarse unas copitas (con dos ya estaba piripi) en alguna boda o verbena, Beni se entonaba, y la buscaba con manos torpes, bajo las sábanas- para quedar bien, no por auténtico deseo, sino porque sabía perfectamente que ese debía ser su roll de macho y que tenía abandonada a su mujer- cuando se entonaba, les decía, ella experimentaba un profundo asco… aunque a veces, solo a veces, accedía a sus desmañados requerimientos, esperando un milagro que jamás se concretó.

Esa vida, vivida día tras día; apechugada minuto a minuto, marca mucho… Lo más que le costaba era fingir satisfacción sexual cuando alguna indiscreta le preguntaba:

-“¿Y ustedes qué… no piensan tener niños?”

-“Ya llegaran… Dios sabe porque hace las cosas… ¡Y mira que lo intentamos una noche sí y la otra también!”- respondía ella con un gesto picaro-.

-“Vaya, vaya… quien lo diría… con lo modosito que parece tu maridito, eh”.

-“¿Modosito?… Harta me tiene, no piensa en otra cosa el muy salido…”

LA VIEJOTECA (4ª ENTREGA)

Desde que puso un pie en la sala de fiestas fueron muchos los ávidos ojos que siguieron sus pasos. Se acercó a la barra y pidió un Agua de Moya, le dijeron que hacía años que eso no se vendía , entonces pidió un Clipper y tampoco tenían… el barman se permitió decirle:

Señora, parece que usted hace años que no sale de noche…

¿Años?… más bien siglos, querío. Bueno, pues póngame entonces… un cubalibre de Cartadioro, pero, por favor, no le ponga mucho ron que no estoy muy acostumbrada a beber.

El dueño de uno de esos pares de ojos que la siguieron desde que entró al local se situó a su lado y le dijo, engolando la voz y de forma que él consideraba muy cautivadora:

-Hola, no te he visto nunca por aquí… ¿es la primera vez que vienes?”

Pino lo miró de arriba abajo y le espetó, mientras le daba la espalda:

¿Sabes qué?… te pareces demasiado a mi difunto marido, así que… puerta, que ya con aquel tuve bastante”

Rechazó, con frases más o menos rudas, a todos los que se le acercaron, hasta que lo vio. Era un tipo alto, bien plantado, de unos cincuenta y cinco años, con pinta de bombero en forma, y trajeado y encorbatado como un vendedor del Corte Inglés… ¡y la estaba mirando con descaro!

Pino sintió que el estómago le daba un brinco y volteó la cabeza para que él no notara su desconcierto. Segundos después sintió la presencia del hombre a su lado…

¿Bailas, guapa”?

Vaya, un peninsular”… se dijo ella al reconocer de inmediato el acento.

“Bailar pegados es bailar igual que baila el mar con los delfineeeees, corazón con corazónnnn”… -vociferaba el nota que hacía que tocaba el teclado mientras cantaba sobre una secuencia-.

El cincuentón peninsular le dijo que se llamaba Luis, que era de Badajoz y que, aunque trabajaba en otra cosa- había venido a Canarias para hacer un pequeño estudio de mercado para su empresa multinacional – su pasión, su verdadera vocación, era cantar y tocar la batería… y empezó a tararearle al oído la canción que en aquel momento destrozaba el impostor que fingía tocar el teclado. No lo hacía mal el jodido.

Después de varios cubatas de Cartadioro y de una decena de piezas, bailadas cada vez más apasionadamente, salieron al paseo de la playa y allí, después de negarle su boca un par de veces, al fin Pinocha se dejó besar intensamente por el extremeño… Se sentía en una nube. Aquel individuo la trastornaba y ella estaba demasiado mareada como para resistirse.

Su hotel estaba cerca y cuando SE DIO DE cuenta, estaba en una amplia cama, debajo de aquel tipo que acababa de conocer… Era un hombre grande, y los largueros así suelen tenerlo todo en proporción a la estatura…

Cuando despertó no reconoció el lugar donde estaba y menos al que roncaba estrepitosamente a su lado… Amanecía. Por la ventana entraba la claridad suficiente como para ir reconociendo todo a su alrededor. Poco a poco los recuerdos empezaron a llegar a su mente en forma confusa, a la vez que advertía que estaba totalmente desnuda bajo la sábana. El sexo, más que dolerle, le escocía… como cuando se pasaba en sus sesiones de bidet.

Miró a su alrededor y vislumbró, en la tenue luz del amanecer, un montón de ropa en el suelo. Era la suya. Se levantó con sigilo y fue recolectando sus cosas. Las bragas, un zapato, el sujetador, la falda, la blusa, su cartera de mano, la torerita- las dos únicas piezas de su atuendo situadas correctamente sobre el asiento y en el respaldar de un sillón de cuero barato-, y de la mesa de noche, el reloj y un collar de perlas de imitación… Los pendientes a juego no se los había quitado y pendían de sus lóbulos….

¿Dónde coño estaba el otro zapato?… Se puso de rodillas sobre la alfombra y miró bajo la cama… comprobó que estaba al otro lado, sobre la otra alfombra… del lado donde roncaba aquel pírgano de hombre. Rodeó la cama y, cuando fue a recogerlo, descubrió dos condones usados sobre la alfombra… No se acordaba de nada. Pudo llegar a contabilizar, con dificultad, hasta tres cubatas, pero, por lo visto, fueron algunos más los que cayeron, y ella no estaba acostumbrada a tanto copeteo.

Se metió en el baño, extrajo de su carterita un lápiz de labios y reparó el contorno de su boca. Después hizo lo propio con el rímel algo corrido de sus ojos y, con dos o tres brochazos apresurados, se retocó su ligero maquillaje. Se vistió rápidamente y, sin mirar al yaciente roncador, abandonó la habitación.

Cuando pasó ante la recepción del hotel y comprobó como la miraban con manifiesto desdén las dos adormiladas personas que estaban tras el mostrador, sintió una vergüenza terrible. Pero peor fue cuando se bajó de la guagua que la dejó a la entrada de su pueblo. Eran las ocho de la mañana, y se cruzó con demasiada gente para ser domingo. Algunos la miraron con asombro no disimulado mientras contestaban a su apresurado saludo, otros se lo devolvieron con cierta sorna… incluso hubo quien le volteó la cara y no respondió a su tímido buenos días.

LA VIEJOTECA (5ª ENTREGA y FINAL)

Estuvo un tiempo sin bajar a la capital, encerrada, prácticamente, en su casa, huyendo de las miradas reprobatorias o llenas de pueblerina malicia de la gente; de los velados comentarios a su paso… Hasta que, un buen día, decidió que esa no era vida, y se dijo, por segunda vez en poco tiempo, que ella no había cometido ningún delito por llegar una mañana de domingo a su pueblo con evidentes signos de trasnoche en su ropa, en su pelo, y en su cansada y asustada expresión.

Era viuda desde hacia casi dos años y no se iba a emparedar en su casa para darle gusto a todos los que consideraban que su lugar estaba, precisamente, entre esas cuatro asfixiantes paredes; vistiendo, por lo menos, medio luto; y yendo, como poco, una vez por semana, a llevarle flores a la tumba de aquel muchacho “que se desvivió por ella, tan trabajador, tan serio en sus tratos, tan afable, tan servicial, y tan y tan ¡¡¡ABURRIDO, CARAJO!!!”

Se había comprado un dvd con un método de gimnasia de una conocida actriz norteamericana y todos los días, durante esos meses de autorreclusión, lo primero que hacía, después de desayunar, era plantarse ante la televisión para seguir, metódicamente, los ejercicios y las indicaciones que proponía aquella elegante vieja gringa. Luego, a las doce en punto, coincidiendo con el zenit del Sol, se situaba desnuda en el patio interior de la casa, donde no podían verla desde las azoteas vecinas, y dejaba que sus rayos perpendiculares le dorasen la piel y calentaran sus huesos durante un buen rato.

Cuando salía a comprar o al banco, la gente se extrañaba del buen color de su cara, brazos y piernas. También la notaban más delgada, sin sospechar que era gracias a los “tutes” que se daba con sus diarios ejercicios.

Las personas más negativas, más chismosonas, se barruntaban algo…

¿Has visto como luce “la viudísima”, la que gritaba, desconsoladísima, el día del entierro de su marido?… Parece que estuviera yendo a tomar el sol a la orilla de la marea… pero nadie la ha visto salir de su casa y encaminarse a la costa… Una de dos: O tiene un cacharro de esos que te tuestan en tu propia casa, o también los rayos de Luna te pueden llegar a broncear, porque, de otra forma, tú me dirás…

¿Y que me dice de lo delgada que está, Chonita?… Si pasa jambre, desde luego, es porque quiere, porque, aparte de la paga por viudedad, Beni también tenía un buen seguro de vida y, además, cobra, religiosamente, las rentas mensuales de las casas de los coreanos y de la finca”…

Esa jodía, por lo menos, entre una cosa y otra, se mete en el bolsillo, fácil, entre 2500 y 3000 euros todos los meses…

¿Y cuánto es eso en pesetas, cristiana?…

¡Yo qué sé, mi niña!…. ¡Una “purriá” de dinero, Chonita!… yo tampoco se hacer la cuenta, quería… ya sabe que no sé ni “jacel” la o con un “canutoecaña”…

——

Aquel sábado, desde muy temprano, después de sus sesiones de gimnasia y baños de Sol, fue disponiendo, sobre la cama recién hecha, la ropa que habría de ponerse para volver a la capital en cuanto oscureciera: Un traje muy ajustado, de cuando pesaba 12 kilos menos; un sujetador y unas bragas haciendo juego, que aún no había estrenado; un paquete de medias, también sin “ensetar”, porque el tiempo ya había refrescado; su bolso de mano; su collar y sus pendientes de perlas majórica; un cinturón que le marcaba aún más la cintura de avíspa que le había quedado, una chaquetilla tipo ejecutiva y, a los pies de la cama, unos zapatos de medio tacón, perfectamente lustrados o “embetunados”… ¡Todo conjuntaba a la perfección!

Su única experiencia, fuera de su desdichado matrimonio, ni la había sentido, por culpa de la borrachera que “trancó″ esa fatídica nochecita. Lo único que aquel larguero de hombre le dejó fue un escozor en sus partes que le duró semanas… Bueno, los primeros bailes que danzó con él si los recordaba vívidamente: Aún le parecía sentir el aliento del tipo en su cuello, y a sus fuertes brazos, ciñéndola con decisión, pero, sobre todo, el recuerdo que más la excitaba: la dureza de su entrepierna restregándose contra la de ella, que la recibía ávidamente, después de tanto tiempo de absoluto secano…

Por eso volvía a salir, pero esta vez se prometió que se mantendría sobria… ¡Qué va!… ¡Quita pa´llá!… Después de su primera experiencia, estuvo tres días con resaca, tomando un Alka Seltzer tras otro… ¡Seguro que el ron que le dieron era de garrafón!

Salió de la casa en cuanto el alumbrado público de las calles se activó. Saludó con alegría fingida a todos con los que se cruzó, disfrutando del evidente desconcierto de la mayoría de ellos/as, y llegó a la parada de la guagua justo cuando se acercaba una directa hacia la capital. Cuando se bajó en la bulliciosa estación capitalina, sintió la mirada de muchos hombres en su cara, en sus senos y luego en sus nalgas… La escrutaban, con miradas apreciativas, cargadas de lascivia, a medida que se acercaba y se alejaba de de los mirones, por delante y por detrás, con todo detenimiento y descaro. Incluso escuchó a unos jovencitos exclamar entre ellos a su paso:

¡Chacho, ñosss!… ¡que buena está esa puretilla, yo le hacía un favol con los ojos cerrados!”

Cenó en un atestado restaurancito del que siempre había oído hablar mucho, pero al que su rácano marido nunca la había querido llevar porque “alguien” le había dicho que era muy caro. Todos los hombres de mediana edad estaban pendientes, esta vez con más disimulo, de aquella dama solitaria que usaba los cubiertos, con la distinción y los movimientos medidos y parsimoniosos que había visto en la tele, en un programa sobre etiqueta y modales, que grabó casi desde el principio. Se había pasado todo el tiempo de “su retiro” estudiando, concienzudamente, lo grabado. Lo reproducía, durante el desayuno, el almuerzo y la cena, con el control remoto del VCR al alcance de su mano, para poder detener la imagen o hacerla mover en cámara lenta, a la vez que se veía reflejada en el espejo del baño, que llevaba a tal fin hasta el comedor, situándolo de forma que pudiera observarse mientras comía.

Después de cenar en el restaurancito y comprobar que no era tan caro, se metió en un multicine para ver una de esas películas que jamás hubiera podido disfrutas con Beni. A él sólo le gustaban las de acción, las de tiros, las del “oeste”… Ella, sin embargo, prefería las de corte romántico. Por supuesto, eligió sin dudarlo, la que le pareció más cercana a su gusto… ¡Por fin podía elegir algo, sin verse contrariada por el tolete que le aguó la fiesta durante tanto tiempo!

Cuando salió del cine se encaminó, lentamente, por el paseo de la playa, hasta llegar a aquel Night Club de nombre rimbombante e inútil, ya que todo el mundo conocía el lugar como LA VIEJOTECA. Y es que, aunque, de vez en cuando, se podían ver muchachos en la cuarentena, buscando gallinas viejas para hacer un buen caldo, la mayoría de la clientela asidua, tenía más de cincuenta años. Viudos y viudas, separados y separadas, jubilados y jubiladas, daban rienda suelta a sus ansias de no dejarse arrimar por la vida, y se abrazaban, con cierta desesperación, en la pista someramente iluminada.

Esa noche, después de bailar con un par de individuos que en principio le parecieron potables, pero a los que tuvo que plantar porque iban “muy deprisa”, se le acercó un tipo que le preguntó:

Perdone… ¿usted no estuvo hace un par de años en una exposición de perros de presa, en el la Granja del Cabildo?

Sí, ella había estado con Benigno en esa feria de animales… y aquel tipo, de pelo “enrizado”, con barba y gordito, le resultaba familiar. Él le aclaró que, en aquella ocasión, había estado mucho rato hablando con su difunto marido, sobre la selección que se estaba haciendo entre los perros del archipiélago, para ajustarse lo más posible al estándar, recientemente establecido, del verdadero perro de presa canario, etc. etc. etc.…

El gordito dicharachero, mientras le explicaba, a voz en cuello, con un detalle que a ella le aburría, todo lo concerniente a esos fieros animalitos, la invitó a tomar algo, y ella pidió otra Coca Cola “lai”. Luego bailaron un par de piezas, hasta que ella se disculpó diciéndole que esperaba a alguien. La verdad es que, a pesar de contarle que fue miembro de una agrupación musical de su zona, el criador de perros bailaba fatal… eso sí: en ningún momento trató de acercársele de forma grosera… ¡pero le pisoteó todos los ñoños!

La noche transcurrió sin que ninguno de los que la abordaron le hiciera tilín. Bailó con alguno más, pero buscando por encima del hombro de su pareja de turno, a algún elemento que realmente mereciera la pena… Desgraciadamente, no había nadie en la disco que la conmoviera, que la subyugara nada más con mirarla.

A las seis menos cuarto del domingo, estaba desayunando en una churrería donde recalan todos los noctámbulos de la capital, cuando apareció de nuevo el agricultor criador de perros de presa. Le pidió permiso para sentarse en su mesa y le dijo, que, si quería, la podía subir hasta su casa ya que él vivía cerca.

Después de desayunar a tan temprana hora- el tipo se “jincó” la media docena de sus propios churros y dos que a ella le habían sobrado y estaban fríos como témpanos- fueron caminando por el paseo de la playa hasta un enorme solar donde la gente dejaba sus coches, sin vigilancia, para evitar el costo de los caros aparcamientos.

Por el camino, les decía, el gordito- Pedro, le dijo llamarse- se empeñó, a grito pelao y compitiendo con el ruido del airado oleaje que llegaba a salpicar el paseo, en cantarle la zamba argentina “Sapo Cancionero” … En ese punto, Pino llegó a considerar que tal vez sería mejor que se subiera en una guagua, porque, al fin y al cabo, no conocía a este señor de nada y el tipo podía estar algo tocado del ala… pero la actitud afable y respetuosa del hombre, la hizo seguir caminando junto a él.

Cuando llegaron al aparcamiento, él se disculpó por lo sucio que estaba su jeep, le dijo que no había tenido tiempo de lavarlo y que era su herramienta de trabajo y donde, además, solía llevar a sus perros… que le pasara la cuenta de la lavandería, agregó riéndose. Pino comprobó que alguno de los perrazos del tal Pedro le habían mordisqueado los asientos de aquel destartalado Land Rover… y se rió cuando éste le comentó que tenía un amigo peninsular que le decía:

Perico, tu coche lleva tanta tierra encima, que se podrían plantar patatas en él….

Ya en la carretera, le confesó que estaba casado y tenía hasta nietos, pero que de vez en cuando se daba una escapadita a la capital “más que sea pa´ver gente, pa´ cambiar de ambiente”. La dejó en la puerta de su casa a las siete de la mañana. Todavía no había nadie en las calles, por tanto, nadie la vio llegar.

Cuando se desnudó, antes de meterse en la cama, estuvo un buen rato cepillando la ropa: estaba llena de pelos de perro… ¡Se acordó de toda la parentela del tal Pedro!

—–

Después de esa infructuosa salida, vinieron muchas más, pero Pino volvía siempre con el cuerpo y el alma insatisfechos. Ya le importaba poco que la gente murmurara no sólo a sus espaldas, sino abiertamente en su cara…

Pues aRguna que yo me sé- comentó, con malicia, una comadre, un día que esperaban turno en el super para comprar algo de pescado- bien que se baja a la capital a darle “alegría a su cuerpo, Macarena”, un sábado sí, y el otro, también….

A lo que Pino, harta ya de tanto escarnio, le contestó:

Será porque esa “aRguna” todavía puede darse esas alegrías… otras, sin embargo, se quedan en su casa, detrás de la ventana, para chismiar sobre todo lo que pasa por su calle… Es lo único que les queda: la ruindad para levantar calumnias y meterse en la vida de los demás… Pero eso sí, mañana estarán dándose golpes de pecho en el primer banco de la iglesia…. ¡Córteme cuatro rodajitas gruesas de sama, por favor!…

La vieja que había hecho el comentario se alejó refunfuñando sabe Dios que cosas… El pescadero y otras dos mujeres jóvenes que esperaban su turno, la miraron con simpatía, se sonrieron y casi al unísono las jóvenes amas de casa le dijeron:

¡Que buena estuviste, coño!.

—–

Un día cayó en la cuenta de que, si llegaba a tener una relación con alguien, tendría que ceder parte de su recién estrenada libertad. Que, el que llegara a su vida, muy probablemente, trataría de fiscalizar todo lo que hiciera, y la involucraría en la problemática de su propia existencia de viudo o separado, tal vez con hijos y nietos… ¿Por qué ceder parte de su espacio vital, de su tiempo y de sus deseos, al que pudiera llegar para alterar su organizada vida, si ella no necesitaba de nadie que la mantuviera?… ¿Por qué aguantar los ronquidos, los malos olores y las gotitas de orín en el asiento del excusado?… ¿Por qué sufrir las interminables sesiones de fútbol?… ¿Por qué volver a cocinar para dos, si ella ahora comía equilibradamente, y casi todos los hombres necesitan atiborrarse de comida?… ¿Qué necesidad tenía de volver a planchar camisas y pantalones ajenos, de doblar y colocar, adecuadamente, calcetines y calzoncillos, si ella lo que necesitaba lo tenía- nunca mejor dicho- AL ALCANCE DE LA MANO?

Bajó a la capital al día siguiente de estas profundas reflexiones y se adentró en el dédalo de callejuelas que se forma a la espalda de un parque muy frecuentado. En una de esas callecitas peatonales había visto, como de pasada, una tienda, muy discreta, con un rótulo que decía simplemente SEX SHOP… La atendía una señora muy agradable, más o menos de su edad. Pino esperó a quedarse sola con la dueña del local, se llenó de valor, y se acercó a la mujer para decirle, algo cohibida:

Buenas… me da mucha vergüenza, pero me gustaría comprar un vibrador y alguna película… porno.

No se preocupe, la entiendo… no es fácil traspasar esa puerta en ésta isla llena de chismosos… Mire, estos son los vibradores, yo utilizo éste modelo, tiene varias velocidades y estos apéndices que rotan en la punta del aparatito… Es fácil de lavar y de portar en el bolso, para casos de “emergencia”… jejeje… En cuanto a las pelis, ¿de qué temática las quiere?… tengo de heteros, lésbicas, sadomasoquistas, de aberraciones con animales… ?.

Pino, mirando de reojo la puerta de la calle, le contestó sonrojada:

-Yo las quiero normalitas… de hombres y mujeres… ya sabe, nada … extraño.

Bueno- le dijo la amable señora- en el sexo no hay nada “extraño”, mi niña… cada cual se lo monta como quiere, o puede… Pero la entiendo, miré, para empezar, llévese estas dos que son más o menos discretitas: “Ninfómanas en París” y “Mujeres desbocadas” … Yo las he visto y tienen un nivel de porno muy aceptable.

Metió la compra en una bolsa de unos grandes almacenes que llevaba preparada para disimular su adquisición y regresó a su casa en la primera guagua que llegó a la parada. Había quedado con el de la tienda de electrodomésticos de su pueblo para que le instalara un televisor de plasma y un reproductor de vídeos en el baño.

Ante la extrañeza del operario, que, mientras llevaba el cable de la antena hasta el WC, le dijo que era la primera vez que situaba un televisor en un retrete, le explicó, tratando de ser convincente, que a ella le gustaba darse largos baños mientras veía las telenovelas…que era el único lujo que se daba.

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EPÍLOGO Y ACLARACIONES:

Desde entonces Pinocha es sexualmente feliz: Tiene memorizadas las escenas de las películas porno que más la excitan y las repite una y otra vez, mientras juguetea con el agua calentita, que mana en forma de chorrito de aquel curioso artefacto situado en el centro de su bidet, y el vibrador waterproof, de cuatro velocidades, que se mercó en la capital.

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YA LO SABEN AMIGAS, AUNQUE SEA TIRAR PIEDRAS CONTRA MI PROPIO TEJADO, ¿PARA QUÉ AGUANTAR A UN TIPO VOCINGLERO, PATOSO Y LA MAYOR PARTE DEL TIEMPO MALHUMORADO, SI TIENEN “A MANO” UN PEQUEÑO DISPOSITIVO QUE URGARÁ EN SUS ENTRAÑAS CON MUCHA MÁS PRECISIÓN Y HABILIDAD… Y SIN PRODUCIR ESCOZORES. jejejeje.

NOTA FINAL: PARA EVITAR DENUNCIAS QUE BUSCARÍAN COMPENSACIONES ECONÓMICAS EXORBITANTES, QUIERO DEJAR CLARO QUE DOS DE LOS PERSONAJES QUE APARECEN EN ESTE RELATO NADA TIENEN QUE VER CON MIS AMIGOS LUIS DE LA CRUZ Y PEDRO SARMIENTO… dos personas incapaces de caer en los devaneos en que los personajes en cuestión se ven envueltos… Por cierto, ahora caigo en la cuenta de que les puse sus propios nombres… (?).

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