En los dos siglos de la muerte de Luján
// Por Javier Estévez //
Hoy hace doscientos años que murió Luján. El imaginero guiense, que nació el mismo año que Mozart, en 1756, fue enterrado en una fosa común. Como Mozart. Al menos eso me aseguró hace unos días Pedro González- Sosa, probablemente la persona viva que más se ha acercado a la vida y obra del artista canario. La diferencia entre ambos genios reside en que mientras el compositor austriaco murió pobre y endeudado, Luján, no. A Mozart, en un entierro de tercera categoría, lo sepultaron en una tumba comunitaria simple en el cementerio de St. Marx en Viena. Los restos de Luján, sorprendentemente, nadie sabe dónde están.
Luján Pérez murió en Guía la tarde del 15 de diciembre de 1815. El funeral transcurrió según había dictado a sus allegados. Sin encomendación alguna, su cuerpo fue amortajado con el hábito franciscano y enterrado al día siguiente. Pero, ¿dónde dieron sepultura a Luján? Aquí comienza el misterio que dura ya dos siglos. Su amigo, y entonces párroco guiense Juan Suárez Aguilar, no escribe en el acta de defunción del imaginero el lugar donde fue enterrado. Quienes han consultado estos certificados parroquiales coinciden en subrayar la brevedad del legajo ya que todas las anteriores y posteriores actas firmadas por el mismo personaje expresan siempre el lugar del enterramiento. Todas dicen: fue sepultado en La Atalaya, fue sepultado en el cementerio de esta villa o en esta villa, simplemente. Pero con Luján se limita a decir escuetamente que fue sepultado, sin precisar el lugar. ¿Por qué? ¿Se trata de un despiste o es la forma de esconder intencionadamente una ignota voluntad del fallecido? Si fuera esta última posibilidad, – ¿alguien cree que estamos ante un inofensivo despiste o error?- , es inevitable preguntarse porqué.
Tradicionalmente se ha escrito y denunciado que la población guiense olvidó el lugar concreto donde estuvo la huesa del artista. Pero yo creo que no. Yo opino que los guienses no olvidaron sino que nunca supieron dónde se enterró. Es evidente e innegable la correlación que existe entre la parquedad del acta firmada por el párroco y el olvido secular.
La tesis del cronista es que el cuerpo amortajado de Luján fue enterrado en la fosa común del cementerio que entonces se localizaba en los llanos de La Atalaya, donde actualmente se encuentran el colegio y el campo de fútbol. Este camposanto, que no era más que una cerca circular de madera con una cruz en el centro, se improvisó en las lejanas faldas de la montaña para acoger a los cientos de muertos que causó en 1811, en Guía, la epidemia de fiebre amarilla. Pero es una hipótesis personal del periodista. Y se limita a suposición porque nada, absolutamente nada, ni documento ni resto alguno, puede demostrar fehacientemente que así ocurrió.
Entonces, ¿dónde fue realmente enterrado Luján? A mí me sorprende que una de las figuras más relevantes de la cultura canaria de principios del ochocientos, un artista que gozaba de una preeminencia incomparable entre la sociedad de entonces en la ciudad de Las Palmas y de prebendas envidiables entre el clero y la alta jerarquía eclesiástica– tuvo dos hijos con dos mujeres distintas sin estar nunca casado- , recibiera semejante sepultura en un lugar entonces tan desconocido y lejano.
La tumba de Luján debería de estar en la Catedral, el elemento arquitectónico más relevante entonces del archipiélago, con el que mantuvo una relación profesional -como arquitecto y escultor- y afectiva. Allí enterró Luján a su padre cuando este falleció en 1807. Y allí tendría que haber sido enterrado Luján si no hubiese alcanzado las islas la fiebre amarilla. La epidemia obligó al rey Fernando VII a prohibir los sepelios en las iglesias. Fuese quien fuese. Así se explica que el propio Luján asistiera en 1813 al sepelio de Viera y Clavijo en el cementerio de la ciudad, cuya portada él mismo diseñó. Quizás fue allí, en ese entierro, donde comprendió por primera vez la magnitud de la prohibición real al comprobar desolado como la figura más ilustrada de Canarias descansaba en una tumba vulgar, impropia de su categoría y lejos del lugar donde merecía descansar y figurar para la eternidad: la Catedral. Quizás, repito.
El misterio en torno a la muerte y sepelio de Luján tiene un ingrediente más. Aquejado por la enfermedad, dicta un primer testamento en agosto de 1814. Un año después, complementa sus voluntades con un codicilo firmado por él mismo. Pues bien, tanto el testamento como el documento posterior desaparecieron misteriosamente junto con otros papeles de 1815 – el año de su muerte- del Archivo Histórico Provincial. Nada se sabe aún de su paradero. Ni tan siquiera hace un siglo, cuando en 1915 se celebró el primer centenario de su muerte.
Por qué decide Luján morir en Guía en vez de hacerlo en Las Palmas, su lugar de residencia, el de su hija y el de sus amigos así como el mejor lugar de la isla para recibir las atenciones sanitarias que exigía su estado, es toda una incógnita. Pedro González-Sosa y otros autores sospechan que ante la inminencia de su muerte, el artista actuó guiado por ese universal anhelo que asiste a los hombres y mujeres de cerrar definitivamente los ojos en el mismo lugar que les vio nacer, crecer y amar. Pero entonces, ¿por qué este misterio en torno a su tumba? ¿Por qué nunca se ha sabido el lugar concreto donde yacen los restos del artista? ¿Por qué no se ha podido honrar la memoria del genio en una tumba o mausoleo que atestigüe por los siglos su indiscutible relevancia? ¿Renunció voluntariamente Luján a tal consideración?
Quizás, más allá de dónde esté su tumba, que materializa para muchos el viejo sueño de la inmortalidad, Luján sabía, como Mozart, que la trascendencia sobre el tiempo, la única formal de ser inmortal, es a través de su propia obra, de su magna creación, y no de vulgares veleidades que, aún talladas en piedra o en mármol, están condenadas a convertirse en cenizas que arrastrará siempre lejos el indómito viento del olvido.