Los segundos nombres

*Santiago Gil //*

Soy de la generación de los dos nombres propios. Recuerdo cuando se pasaba lista en las clases, todo aquel repaso interminable por un santoral entremezclado sin ningún sentido lógico o eufónico. Muchos acudían a ese santoral del almanaque para complementar el nombre que ya estaba pensado antes de que el niño llegara al mundo, y en otros casos se acudía a familiares cercanos, a patrones de pueblo o a los famosos del momento.
Durante años, casi he obviado mi segundo nombre. Por muchas causas. Me llaman por esos dos nombres mis familiares y algunos amigos de la infancia. También lo utilizo cuando viajo, cuando tengo que cumplimentar documentos oficiales o dar fe de que soy yo y no otro quien figura en el DNI o en el pasaporte. Mi segundo nombre es Alfredo.
Bonito nombre, es cierto, si fuera único, si me llamara Alfredo, que era como me llamaba una de mis abuelas para diferenciarme de mi padre y de mi abuelo, los dos Santiago, como yo. Pero ese Santiago Alfredo que hasta los veinte años me daba lo mismo, lo empecé a esconder cuando llegaron las telenovelas. Recuerdo que venía de estar en Londres en los años en que cuando vivías en el extranjero desconectabas por completo de lo que sucedía en tu lugar de procedencia.
Llegué a Madrid y toda la ciudad se paralizaba a primera hora de la tarde para ver Cristal. Yo había salido de España cuando esas telenovelas solo eran noticia por las audiencias en Hispanoamérica y veía que hasta en el piso de estudiantes en el que me quedaba todo el mundo se pegaba a la tele para seguir los avatares de Luis Alfredo.
Y cito ese nombre porque justamente fue a partir de esa serie cuando donde quiera que iba en Madrid-viví varios años luego allí- me sacaban la telenovela de marras con el retintín de aquel guaperas del folletín venezolano. Sin embargo, hace unas semanas, presentando una novela en Tenerife, dos de mis primas que viven allí me nombraron como lo hacían en su infancia.
Fue entonces cuando una de ellas, Pilar Larrodé, me habló más en profundidad de nuestro bisabuelo, Alfredo Díaz Medina, un militar leal a la República al que estuvieron a punto de fusilar a los pocos días del Alzamiento de Franco.
Inmediatamente borré al galán de las telenovelas y me sentí orgulloso de ese nombre que me acompaña desde que vine al mundo. Esa historia de mi bisabuelo la conocía a retazos, pero no todos los detalles que he ido conociendo luego. Ese Alfredo me suena ahora de otra manera, y siempre que pueda repetiré mis dos nombres como mismo los escuchaba a todas horas en la infancia, como sonaba en aquellas listas interminables del colegio.
Hoy he vuelto a escuchar esos nombres de quienes compartieron conmigo tantos años, y de alguna manera los he identificado de nuevo más allá de ese tiempo que, a veces, aleja la memoria familiar y el eco de las primeras amistades.

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