Vivencias de nuestra gente n° 77: Las bromas de un compañero de trabajo

*Por José Juan Jorge Vega //*
Desde 1972 a 1975, estuve trabajando con los Hermanos Tito como Jefe de Administración. La actividad de la empresa era el movimiento de tierras y en su especialidad era de las mejores de toda Canarias. Los propietarios de la empresa eran cinco hermanos que trabajaban a brazo partido, como solía decirse, pues para ellos no había horas ni días de fiestas.
Allí conocí a gente muy curiosa. La primera de ellas fue un tractorista al que todos llamaban “don Pedro”. Extrañado del trato que le daban un día le pregunté a Berto, uno de los cinco hermanos y mi jefe directo, y me contó que era un chico que vivía en un pueblecito de Fuerteventura y otro de los hermanos que estaba allí llevando una obra se apiadó de él, pues al parecer era huérfano y vivía casi como un indigente, y lo puso a trabajar de aprendiz enseñándole a manejar un tractor. Entonces tendría 14 ó 15 años. Cuando acabó la obra se lo trajo para Agaete, donde vivía. Cuando llegaron a la casa de sus padres le presentaron al patriarca y le dijeron que se llamaba don Heriberto. A continuación, éste le pregunta que como se llamaba él y le contesta muy serio que “don Pedro”. Las carcajadas de todos sonaron al unísono por la ocurrencia del chiquillo que lo dijo sin descaro, naturalmente, como si creyera que el don formara parte del nombre de las personas. Pero aquello caló hondo y a partir de ese momento todos lo llamaban don Pedro. Vivía con ellos y le trataban como a uno más de la familia. Pasado el tiempo se transformó en el mejor tractorista de la empresa y de una fidelidad a prueba de bomba, pues lo intentaron contratar más de una empresa de la misma actividad ofreciéndole un sueldo mal alto de que ganaba. Había que verle abriendo caminos al borde de los precipicios donde nadie se atrevía a subir. Daba miedo el solo observarle.
Recuerdo que él no cobraba nunca la nómina, sino que iba cogiendo para sus gastos y el resto se lo guardaba Berto, que lo iba anotando semana por semana en una libreta. Cuando se fue a casar invirtió los ahorros en la compra de un piso en Las Palmas y él se quedó muy contento y agradecido
Recuerdo que en una ocasión un compañero de trabajo le vio por casualidad un número de ciegos y después de decírmelo a mí, me preguntó si yo sabía el número que había salido. Le dije que no pero que llamaría a la ONCE y así nos enteraríamos. Llamé y a continuación les dije el mismo número que tenía don Pedro. Se puso a saltar de alegría y al terminar la jornada laboral nos invitó a unas copas. El chasco se lo llevó al día siguiente cuando fue a cobrar el décimo. Casi nos mata, pero al final aceptó la broma y nos partimos a reír.

Conocí también a otra persona con el que llegué a tener mucha amistad. Se llamaba Antonio Ceballos y era un hombre de casi dos metros y fuerte como un toro, y como suele ocurrir en este tipo de personas, era todo nobleza. Era también muy amigo de mi jefe y tenía dos camiones que a veces le hacía trabajos a la empresa. Yo, como favor, le hacía las facturas todos los meses de todos los trabajos que habían hecho sus camiones a diferentes empresas. Siempre tenía algún detalle conmigo.
En la oficina éramos tres personas más el jefe. Y uno de ellos se llamaba Juan Matías, que era bastante mayor que yo, y era también de Agaete y amigo de la infancia de algunos de los hermanos. Le gustaba mucho gastar bromas y me llegó a contar algunas anécdotas que figuran en mi colección de vivencias de nuestra gente.
Algunos sábados Antonio Ceballos se llegaba por nuestra oficina a eso del mediodía y una vez acabada la jornada laboral, sacaba una botella de whisky que compartíamos todos los que estuviéramos en ese momento, que generalmente éramos Berto, Juan Matías, yo y el propio Ceballos. El otro compañero, un chico joven, se iba desde que acababa la jornada laboral. Pero un día coincidió que estaba también un electricista de la Isleta que había venido a cobrar una factura. Lógicamente le invitamos a tomarse una copa con nosotros pues era muy conocido del jefe. El hombre la aceptó y mientras charlábamos todos amigablemente, Juan Matías se fue a una habitación que estaba al lado de la oficina, donde se guardaban algunos repuestos recién llegados y se trae en un plato esas garepillas de plástico que acompañan a ciertos elementos delicados como protección y que se parecen mucho a esas papas fritas que se compran por paquetes. Juan Matías coloca el plato en la mesa y nosotros nos mirábamos uno al otro disimulando y adivinando sus intenciones. Al momento invita al electricista a comerse alguna papa y el mismo coge una para animarle. El hombre coge dos garepillas y se las echó a la boca masticándolas con algún esfuerzo y tragándoselas con bastante trabajo. Nos quedamos asombrados, porque aquello tenía que saber a demonios pues es puro plástico. Las risas no se hicieron esperar y al pobre hombre le venía un color tras otro al tiempo que le decía al compañero: “Esto te lo cobraré algún día Juan Matías”. Se cabreo tanto por la vergüenza que había pasado que se tomó la copa que tenía servida y se marchó.
También pasábamos buenos ratos. Me marché de la empresa porque me hicieron una propuesta de trabajo que no podía negarme. Fue solo cuestión profesional y económica.
Acerté con mi decisión pues en esta nueva empresa estuve durante veinticinco años hasta mi jubilación. Pero he seguido manteniendo la amistad con todos ellos, menos con Berto que falleció hace años.

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