Vivencias de nuestra gente n° 53: mal final para un buen timple

*Por Juan Jorge Vega*
Esta anécdota ocurrió entre los años 1964/65. Yo trabajaba entonces en el Juzgado de 1ª Instancia e Instrucción de Guía, al igual que mi amigo Pepe Bautista. Ambos éramos solteros aún. El Juez era entonces don Clemente Auger Liñán, (el mismo que años más tarde fuera Presidente de la Audiencia Nacional de Madrid), y el Secretario don Guillermo Pérez Herrero. La relación que teníamos con ambos era excelente.
Antonio «el Miseria» tenía un timple bastante bueno que no le gustaba prestar a nadie. Sin embargo a mi nunca me lo negó, quizás porque me conocía como timplista desde mi época en la Rondalla Princesa Guayarmina y me tenia cierto aprecio. Él lo tocaba también aunque con un nivel algo más bajo, y muchas veces yo le daba algunas instrucciones que él agradecía. Sobra decir que yo lo cuidaba como si fuera mío. A mi me gustaba tocarlo pues tenía un buen sonido algo grave y era muy suave. Muchas veces lo usé para alguna parrandita, pues era mucho mejor que el que yo tenia.
En el barrio de Las Quintanas, en San Isidro de Gáldar, había un bar que regentaba una señora que estaba de muy buen ver y además ella se esmeraba en resaltarlo. Aunque falleció hace muchos años no citaré su nombre por si algún familiar se pudiera ofender. Ella generalmente se ponía a coquetear con los clientes mientras su marido despachaba las copas. Y ese era el único atractivo de dicho bar, pero en esa época era una novedad y sobre todo los sábados por la noche se llenaba de hombres con ganas a cachondeo, pero esa señora tenía muy malas pulgas si alguien intentaba sobrepasarse.
Nosotros, mis amigos y yo, solíamos salir todos los sábados por la noche a tomar algo y cenar. Ese sábado estábamos en el bar “Casa Pablo”, de la Atalaya, echándonos unas copas y comiéndonos una carne de cabra que era la especialidad de la casa. A eso de las once de la noche se nos ocurrió la idea de ir a echarnos la “arrancadilla” al bar de la tal “señora”.
Yo llevaba el timple de Antonio y al llegar al bar de Las Quintanas lo deje en el coche por precaución. Cuando llegamos al bar vimos que había un buen ambiente y fui en busca del timple, pues habían varios conocidos de Gáldar y uno de ellos tocaba una guitarra. Estuvimos tocando y cantando durante un buen rato. De cuando en cuando parábamos para tomar una cerveza y yo entonces colocaba el timple en la barra junto a mi.
Así estaba el ambiente de relajado y divertido cuando la “señora” detecta que los amigos de Gáldar se bebían los botellines de cerveza y en vez de ponerlos en la barra los tiraban por encima del hombro para la calle. Aquella mujer se cabreó y no se imaginan las voces y los gritos que daba. Se puso histérica. Nosotros nos quedamos quietos en el rincón que estábamos sin intervenir para nada en las peleas e insultos que se armaron entre la mujer y los chicos de Gáldar.
En un momento en que me cogió despistado, la mujer agarró el timple por el clavijero y levantándolo en el aire lo estampó contra la barra. El instrumento quedo hecho un manojo de astillas y cuerdas. Inservible e irrecuperable. No me lo podía creer. Yo miraba al timple y a la mujer que seguía enfrascada con los chicos sin hacer caso de mis inútiles protestas.
Aquello iba a más cuando aparece uno de los amigos, que era militar, con una pistola en la mano y apuntando a la mujer para que se calmara. Ésta, al ver la pistola, se asustó tanto que se cayó al suelo inconsciente, o simulándolo. Enseguida fue atendida por su marido que apenas había intervenido en todo el jaleo. Luego el militar enseño a todos la pistola, incluso a ella y al marido, para que viéramos que estaba descargada, pues solo trato de intimidarla para que parara de una vez.
Menuda papeleta se me presentó por la doble tontería que había cometido: la de ir a ese puñetero bar y por haber sacado el timple del coche. A ver cómo se lo decía a Antonio que quería más al timple que a su madre. Fuimos mi amigo Pepe y yo a hablar con él y le contamos lo que había pasado y le enseñé lo que quedaba del instrumento que llevaba dentro de un cartucho, prometiéndole que le compraría otro. Casi se hechó a llorar.
Pero aún nos quedaba otra sorpresa. Cuando llegamos el lunes al Juzgado a trabajar, nos encontramos a la dichosa señora muy bien trajeada y repintada sentada en el banco situado a la entrada de la Secretaria. Le dimos los buenos días y ni se inmutó. No sabemos cómo demonios se enteró de que nosotros trabajábamos en el Juzgado. Lo cierto es que habló con el Secretario y con el Juez y luego se marchó.
Al rato nos llama el Juez a Pepe y a mí y nos preguntó qué es lo que había pasado. Le contamos lo sucedido tal cual fue, incluido la rotura del timple, y que nosotros no habíamos intervenido para nada en todo el jaleo que se armó. Nos dijo que la tal señora no lo veía de igual forma, que o pagábamos lo que ella decía por destrozos o que nos presentaba una denuncia. Que teníamos tres días para pensarlo, pues ella volvería en esa fecha a cobrar o a denunciar.
En esas circunstancias había poco que pensar. Le dijimos a los otros dos amigos lo que había pasado y decidieron compartir entre los cuatro el montante de la reclamación. Estaba claro que lo mejor era pagar y acabar con ese mal asunto. Y nunca más. Las cervezas más caras que he tomado en mi vida.
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